/ lunes 11 de noviembre de 2019

Cirugía Política | Esa madre pudo haber sido la mía


El Senado de la República en una atinada decisión impulsó hace unos días la condecoración más alta que un ciudadano mexicano puede recibir del senado. Por su engrandecimiento a la patria en grado eminente recibió esta distinción Rosario Ibarra de Piedra, mexicana ejemplar a quien el Estado Mexicano le arrebató y desapareció a su hijo en el marco del periodo denominado de la “guerra sucia” en México a principios de los años 70s.

Al igual que muchos jóvenes de esa época, Jesús Piedra Ibarra fue detenido y desaparecido por las autoridades policiacas irregulares del Estado Mexicano y fue conducido, según se pudo saber años después, a una cárcel clandestina donde no se volvió a saber de su paradero. Meses antes, el esposo de Rosario, también Jesús, fue salvajemente torturado por elementos militares y puesto en libertad. Con ambos puñales clavados Rosario decidió emprender primero la búsqueda de su hijo, y en su largo camino meses después, fue haciendo que su voz fuera la voz de muchas madres y familiares que sufrían el mismo dolor y la misma desgracia de no saber dónde estaban sus familiares. El único dato cierto es que vivos los habían sustraído de sus casas, centros de trabajo o de sus escuelas. Jóvenes, mujeres y hombres que su único delito era haber soñado y pensado en un México distinto y que habrían utilizado un camino que puso nerviosos a los poderosos. A esos políticos del pasado, pero que desgraciadamente se proyectan algunos en el presente, que piensan que el poder público debe ser inaccesible para aquéllos que no piensan igual o no se postran frente al régimen.

Rosario en su largo y pesado caminar logró encontrar a esas otras madres que eran víctimas del mismo dolor y del mismo delito: La desaparición forzada de sus hijos o familiares.

Juntas, encontraron que la perversidad de ese régimen se debía combatir con instrumentos pacíficos de lucha y por ello constituyeron el primer comité de defensa de desaparecidos políticos EUREKA y después el frente nacional contra la represión, como organizaciones de búsqueda, pero también de autodefensa. Esas dos organizaciones lograron documentar la desaparición de más de 500 personas entre los años de 1973 y 1982. Lo mismo se crucificaban en el Zócalo de la Ciudad de México o se encadenaban en el Ángel de la Independencia para llamar la atención y sacudir la conciencia de muchos en favor de su causa, que al final es la causa de todos, presentación con vida de los desaparecidos y castigo a los responsables.

Rosario fue dos veces candidata presidencial en medio de ese régimen vertical y obtuso que no miraba más que sus propios y podridos intereses. En su andar, su voz fue voz de muchas familias. Rosario fue la primera mexicana que demostró ante organismos internacionales de derechos humanos las violaciones que el Estado Mexicano llevaba a cabo contra su población. Con firme indignación reclamaba no sólo al gobierno mexicano, sino que también a los gobiernos extranjeros que fueran cómplices de la situación al no imponer condenas al gobierno mexicano. A Luis Echeverría, presidente y responsable de la represión, lo perseguía en los actos públicos y junto a las mujeres del comité EUREKA, esperaban entorpecer -con gritos y consignas que resonaban como condena permanente en los oídos del represor- sus eventos oficiales.

Confieso que en mi juventud temprana atestigüé una de esas de manifestaciones de Rosario y de quienes conformaban el comité EUREKA. Ver su paso lento y vestimenta negra con las fotos de los desaparecidos cocidas a sus ropas y colgando de sus pechos, como imagen del cariño natural de una madre que lleva permanente a sus hijos en su pecho, fue lo que entre otras cosas me llevó a tener una vida militante en la política. Esos gritos que desde sus gargantas desgarradas por su dolor clamaban por la presentación de sus hijos quedaron marcadas en mí y lograron su cometido: sacudir mi conciencia. Desde los 14 años surgió mi vida como militante. Mi paso por diversas organizaciones políticas en los estertores de aquel régimen me permitieron vivir de cerca la persecución de compañeros y amigos. Con plena conciencia entre los 18 y 21 años viví junto con quienes fundamos el PRD la andanada de agresión desatada por Carlos Salinas de Gortari y que llevó a la tumba a más de 300 compañeros.

El discurso de Rosario, leído por su hija, con aguda voz y con motivo de la entrega de la medalla Belisario Domínguez me conmovió hasta las lágrimas. Me recordó de dónde venimos y que no podemos tolerar la repetición de ese tipo de hechos. La diáfana forma en la que narró su lucha tiene y cobra mucho sentido, desde la tribuna de la vieja casona de la calle de Xicoténcatl, en la Ciudad de México.

Esas palabras se escucharon más fuerte de lo que fueron dichas por el contexto y el lugar donde se dijeron. Las fuertes y poderosas frases convertidas en reclamo vigente me volvieron a sacudir la conciencia y reflexionar que esa madre, Rosario, pudo haber sido la mía y la de muchos compañeros que militamos e hicimos política en esa etapa aterradora de nuestro país. Me volvió a conmover porque han pasado 40 años y su lucha sigue firme. Sus irreductibles demandas siguen tan vigente ahora como antaño. Y la forma elegante, pero firme, como siempre, de negarse a transigir para callar su voz, fue cuando puso el galardón bajo la custodia del presidente López Obrador para que se la regrese junto con la verdad que siempre le ha sido negada. Así era, es y será la gran Rosario Ibarra de Piedra. ¡Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos!


El Senado de la República en una atinada decisión impulsó hace unos días la condecoración más alta que un ciudadano mexicano puede recibir del senado. Por su engrandecimiento a la patria en grado eminente recibió esta distinción Rosario Ibarra de Piedra, mexicana ejemplar a quien el Estado Mexicano le arrebató y desapareció a su hijo en el marco del periodo denominado de la “guerra sucia” en México a principios de los años 70s.

Al igual que muchos jóvenes de esa época, Jesús Piedra Ibarra fue detenido y desaparecido por las autoridades policiacas irregulares del Estado Mexicano y fue conducido, según se pudo saber años después, a una cárcel clandestina donde no se volvió a saber de su paradero. Meses antes, el esposo de Rosario, también Jesús, fue salvajemente torturado por elementos militares y puesto en libertad. Con ambos puñales clavados Rosario decidió emprender primero la búsqueda de su hijo, y en su largo camino meses después, fue haciendo que su voz fuera la voz de muchas madres y familiares que sufrían el mismo dolor y la misma desgracia de no saber dónde estaban sus familiares. El único dato cierto es que vivos los habían sustraído de sus casas, centros de trabajo o de sus escuelas. Jóvenes, mujeres y hombres que su único delito era haber soñado y pensado en un México distinto y que habrían utilizado un camino que puso nerviosos a los poderosos. A esos políticos del pasado, pero que desgraciadamente se proyectan algunos en el presente, que piensan que el poder público debe ser inaccesible para aquéllos que no piensan igual o no se postran frente al régimen.

Rosario en su largo y pesado caminar logró encontrar a esas otras madres que eran víctimas del mismo dolor y del mismo delito: La desaparición forzada de sus hijos o familiares.

Juntas, encontraron que la perversidad de ese régimen se debía combatir con instrumentos pacíficos de lucha y por ello constituyeron el primer comité de defensa de desaparecidos políticos EUREKA y después el frente nacional contra la represión, como organizaciones de búsqueda, pero también de autodefensa. Esas dos organizaciones lograron documentar la desaparición de más de 500 personas entre los años de 1973 y 1982. Lo mismo se crucificaban en el Zócalo de la Ciudad de México o se encadenaban en el Ángel de la Independencia para llamar la atención y sacudir la conciencia de muchos en favor de su causa, que al final es la causa de todos, presentación con vida de los desaparecidos y castigo a los responsables.

Rosario fue dos veces candidata presidencial en medio de ese régimen vertical y obtuso que no miraba más que sus propios y podridos intereses. En su andar, su voz fue voz de muchas familias. Rosario fue la primera mexicana que demostró ante organismos internacionales de derechos humanos las violaciones que el Estado Mexicano llevaba a cabo contra su población. Con firme indignación reclamaba no sólo al gobierno mexicano, sino que también a los gobiernos extranjeros que fueran cómplices de la situación al no imponer condenas al gobierno mexicano. A Luis Echeverría, presidente y responsable de la represión, lo perseguía en los actos públicos y junto a las mujeres del comité EUREKA, esperaban entorpecer -con gritos y consignas que resonaban como condena permanente en los oídos del represor- sus eventos oficiales.

Confieso que en mi juventud temprana atestigüé una de esas de manifestaciones de Rosario y de quienes conformaban el comité EUREKA. Ver su paso lento y vestimenta negra con las fotos de los desaparecidos cocidas a sus ropas y colgando de sus pechos, como imagen del cariño natural de una madre que lleva permanente a sus hijos en su pecho, fue lo que entre otras cosas me llevó a tener una vida militante en la política. Esos gritos que desde sus gargantas desgarradas por su dolor clamaban por la presentación de sus hijos quedaron marcadas en mí y lograron su cometido: sacudir mi conciencia. Desde los 14 años surgió mi vida como militante. Mi paso por diversas organizaciones políticas en los estertores de aquel régimen me permitieron vivir de cerca la persecución de compañeros y amigos. Con plena conciencia entre los 18 y 21 años viví junto con quienes fundamos el PRD la andanada de agresión desatada por Carlos Salinas de Gortari y que llevó a la tumba a más de 300 compañeros.

El discurso de Rosario, leído por su hija, con aguda voz y con motivo de la entrega de la medalla Belisario Domínguez me conmovió hasta las lágrimas. Me recordó de dónde venimos y que no podemos tolerar la repetición de ese tipo de hechos. La diáfana forma en la que narró su lucha tiene y cobra mucho sentido, desde la tribuna de la vieja casona de la calle de Xicoténcatl, en la Ciudad de México.

Esas palabras se escucharon más fuerte de lo que fueron dichas por el contexto y el lugar donde se dijeron. Las fuertes y poderosas frases convertidas en reclamo vigente me volvieron a sacudir la conciencia y reflexionar que esa madre, Rosario, pudo haber sido la mía y la de muchos compañeros que militamos e hicimos política en esa etapa aterradora de nuestro país. Me volvió a conmover porque han pasado 40 años y su lucha sigue firme. Sus irreductibles demandas siguen tan vigente ahora como antaño. Y la forma elegante, pero firme, como siempre, de negarse a transigir para callar su voz, fue cuando puso el galardón bajo la custodia del presidente López Obrador para que se la regrese junto con la verdad que siempre le ha sido negada. Así era, es y será la gran Rosario Ibarra de Piedra. ¡Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos!

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