/ jueves 28 de diciembre de 2017

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Y pasa el toro, ¿y qué pasa? / pasa que, si pasa el toro/ la muerte guiña en los cuernos/ y el sol en el traje de oro/.*

Éste es el dilema que tarde a tarde vive un torero en el ruedo. Ignora si matará al toro, o si éste le dará muerte. Nada está escrito en una corrida de toros. No sabe el lidiador, si triunfará o no; si saldrá caminando o en camilla. La muerte merodea en toda la arena. Sobre eso, la duda persiste.

A la disyuntiva se antepone el valor, la fe, la seguridad del torero, de lograr la victoria y, con ella, la conquista de la celebridad, o el refrendo de la fama. Todo esto se gana con la entrega, con el alma; con el pundonor.

Surge con la comunión entre toro y torero, el milagro del arte, con que se consuma la pasión por los toros. Pero cuando se da la desunión sale el peligro que conlleva a la tragedia.

La tarde del domingo, el infortunio se asomó desde las tablas. Volvió al recuerdo la gravísima cornada que “Caporal”, de Piedras Negras, dio a Antonio Romero, uno de los domingos, de los pasados días de cuaresma. Lesión que lo puso al borde de la muerte. Solo, las diestras manos y la sabiduría del doctor Rafael Vázquez Bayod, le arrebataron el cuerpo de sus manos. En el cuarto toro, el temeroso espectro estuvo a punto de hacerse del cuerpo y del alma de Fabián Barba.

No fueron fáciles los toros de don Sergio Hernández. Los de Rancho Seco llegaron con edad, trapío. La casta de esa dehesa estuvo en duda. Era una corrida seria que desarrolló sentido; a la que habría que poderle con el mando de la muleta.

Con el tercero, Gerardo Adame se había ido por delante a su paisano Barba. El joven hidrocálido desorejó a “Redentor”, el tercero de la tibia tarde.

Salió “Mesonero”, recibido de hinojos en los medios por Fabián. Sin mucha fuerza, de cortas embestidas fue este toro; en una palabra: deslucido. Voluntarioso estuvo el aguascalentense con la muleta. Hubo de pisar terrenos comprometidos. Esto es lo que se llama ofrecer el cuerpo para obligar al toro a embestir.

Habría que hacer frente al reto del chaval Adame. El torero maduro mostró oficio; defendió su sitio. Contestó. Sacó pases con tirabuzón al toro; solo le dio lances necesarios. Entendió a tiempo que nada se podía hacer con un rejego burel. Cambió el ayudado por la de acero.

Citó al toro y se dio la dramática suerte suprema. Jugándose la vida con el volapié, el estoque penetró hasta los gavilanes. El toro casi moribundo, instintivamente lanzó la cornada y levantó al torero, rompiéndole solo la taleguilla. Tirado en la arena se dio el misterioso “quite”. El de la providencia. Aquel, que un pintor, en el lienzo personificó con un Cristo, que se interpone entre las astas de la fiera bestia y el cuerpo del torero.

La vergüenza torera y el pundonor de Fabián Barba le dieron el triunfo. El toro cayó cerca de su cuerpo. El público impresionado por la temeridad del matador, pidió la oreja. Los pañuelos blancos ondearon en las manos de los aficionados. El juez concedió el trofeo.

Acompañado de cerrada ovación dio la vuelta al ruedo. Emocionado, escuchaba: ¡Torero!,¡torero!, y de arriba llegaban las notas de la Diana, en honor al de Aguascalientes.

Fabián Barba había matado al toro de Rancho Seco. Él seguirá con la ineludible incertidumbre de morir, o salir vivo de una plaza de toros.(M)

 

 

• “Para colocar en pases de muleta” Anónimo. La Tauromaquia, de Pancho Flores. Editorial Noriega.

Y pasa el toro, ¿y qué pasa? / pasa que, si pasa el toro/ la muerte guiña en los cuernos/ y el sol en el traje de oro/.*

Éste es el dilema que tarde a tarde vive un torero en el ruedo. Ignora si matará al toro, o si éste le dará muerte. Nada está escrito en una corrida de toros. No sabe el lidiador, si triunfará o no; si saldrá caminando o en camilla. La muerte merodea en toda la arena. Sobre eso, la duda persiste.

A la disyuntiva se antepone el valor, la fe, la seguridad del torero, de lograr la victoria y, con ella, la conquista de la celebridad, o el refrendo de la fama. Todo esto se gana con la entrega, con el alma; con el pundonor.

Surge con la comunión entre toro y torero, el milagro del arte, con que se consuma la pasión por los toros. Pero cuando se da la desunión sale el peligro que conlleva a la tragedia.

La tarde del domingo, el infortunio se asomó desde las tablas. Volvió al recuerdo la gravísima cornada que “Caporal”, de Piedras Negras, dio a Antonio Romero, uno de los domingos, de los pasados días de cuaresma. Lesión que lo puso al borde de la muerte. Solo, las diestras manos y la sabiduría del doctor Rafael Vázquez Bayod, le arrebataron el cuerpo de sus manos. En el cuarto toro, el temeroso espectro estuvo a punto de hacerse del cuerpo y del alma de Fabián Barba.

No fueron fáciles los toros de don Sergio Hernández. Los de Rancho Seco llegaron con edad, trapío. La casta de esa dehesa estuvo en duda. Era una corrida seria que desarrolló sentido; a la que habría que poderle con el mando de la muleta.

Con el tercero, Gerardo Adame se había ido por delante a su paisano Barba. El joven hidrocálido desorejó a “Redentor”, el tercero de la tibia tarde.

Salió “Mesonero”, recibido de hinojos en los medios por Fabián. Sin mucha fuerza, de cortas embestidas fue este toro; en una palabra: deslucido. Voluntarioso estuvo el aguascalentense con la muleta. Hubo de pisar terrenos comprometidos. Esto es lo que se llama ofrecer el cuerpo para obligar al toro a embestir.

Habría que hacer frente al reto del chaval Adame. El torero maduro mostró oficio; defendió su sitio. Contestó. Sacó pases con tirabuzón al toro; solo le dio lances necesarios. Entendió a tiempo que nada se podía hacer con un rejego burel. Cambió el ayudado por la de acero.

Citó al toro y se dio la dramática suerte suprema. Jugándose la vida con el volapié, el estoque penetró hasta los gavilanes. El toro casi moribundo, instintivamente lanzó la cornada y levantó al torero, rompiéndole solo la taleguilla. Tirado en la arena se dio el misterioso “quite”. El de la providencia. Aquel, que un pintor, en el lienzo personificó con un Cristo, que se interpone entre las astas de la fiera bestia y el cuerpo del torero.

La vergüenza torera y el pundonor de Fabián Barba le dieron el triunfo. El toro cayó cerca de su cuerpo. El público impresionado por la temeridad del matador, pidió la oreja. Los pañuelos blancos ondearon en las manos de los aficionados. El juez concedió el trofeo.

Acompañado de cerrada ovación dio la vuelta al ruedo. Emocionado, escuchaba: ¡Torero!,¡torero!, y de arriba llegaban las notas de la Diana, en honor al de Aguascalientes.

Fabián Barba había matado al toro de Rancho Seco. Él seguirá con la ineludible incertidumbre de morir, o salir vivo de una plaza de toros.(M)

 

 

• “Para colocar en pases de muleta” Anónimo. La Tauromaquia, de Pancho Flores. Editorial Noriega.

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