/ lunes 9 de abril de 2018

Contexto


María, la Doña: inolvidable

Circula un video en youTube en el que Diana Bracho interpreta a María Félix, la Doña. En una de las escenas aparezco acompañando a María mientras recorremos la exposición de su entonces pareja Antoine Tzapoff en el Museo de Arte Moderno del Centro Cultural Mexiquense.

Hoy la recuerdo.

Ayer se cumplieron años de su nacimiento…y de su muerte, porque María murió el mismo día en que nació. Así son las estrellas. María lo es.

Imposible no recordarla.

Imposible olvidar su voz de tantas veladas en que converse con ella en torno a un queso camembert, un pedazo de baguette y un poco de vino. Ella vestida de negro, sus manos ya manchadas por el tiempo, su pelo abundante y negro azabache y su voz, esa voz que seducía, que llamaba a los recuerdos, a los de una época…pero también sentía a algo muy mexicano y profundo.

La conocí en su casa en Polanco. En un principio yo no quería entrar a saludarla, tenía prisa y ese mundo de las artistas famosas no me era muy interesante. Pero entre a insistencia de un amigo. La vi. La salude.

“Mucho gusto María, soy Alexander”, le dije.

“Pasen siéntense”, nos dijo.

Ella tomó asiento en un sillón blanco de bejuco. Vestía impecable de blanco, su pelo negro, su boca con labial rojo, sus joyas en sus manos, sus aretes pendían como para darle luz a su rostro. Segura, muy segura, demasiado segura.

Empezaba a interrogarnos sobre su llegada a Toluca, el día, la hora, lo que quería.

Y empezamos a conversar.

Mientras yo observaba en las paredes los cuadros en donde la pintaron Diego Rivera, Leonor Fini, Leonora Carrington, Chávez Marion y obviamente de Tzapoff. Ahí estaba como diosa, con muchas personalidades: la maternal de Diego; la mujer de fuego, intensa de Fini; la moderna de Chaves…

Y yo la veía ahí sentada como reina…en ese sillón de bejuco que ahora me parecía un trono.
Imposible no amarla, pensaba.

Conversa sobre su pasión que era México. De las calles que recordaba porque las había caminado cuando, recién llegada a la Ciudad de México, trabajó como recepcionista de un doctor. Y criticaba “los olores a chis del centro de la ciudad”, las “estatuas mariconas del paseo de la reforma”, la fealdad del Caballito de Sebastián entre Reforma y Juárez, “eso no es un caballo”, decía. Ningún detalle se le escapaba de la ciudad.

Sí, veía a María y de pronto me sentía como en otro mundo, escuchando su conversación, su voz, sus manos, su seguridad.

Aún recuerdo su olor y su mano mientras se la besaba en señal de despedida.

Pasaron tres horas.

No las sentí.

Nos despedimos y salimos. Ya era tarde. Empezaba a oscurecer.

Subí a mi coche rumbo a Toluca.

Sabía que la volvería a ver y pronto.

Días después llego a Toluca. Cada noche me decía. “Alexander trae una buena botella de vino, un pan y un queso”. Así muchas horas conversé con ella. Me contaba de su vida con Diego y Frida, sus amores de Agustín Lara, sus recuerdos, se reía de Jorge Negrete, recordaba a Berger…nunca hablamos de Tzapoff quien se quedaba un rato con nosotros.

Todas las mañanas, mientras estuvo en Toluca, iba por ella y salía tomada de mi brazo.
Hoy la recuerdo porque no la quería conocer y ahora no la olvido. Es imposible olvidar a una mujer que es historia y símbolo.

Tengo presente el recuerdo de su voz, el de su pelo negro, su voz grave, su memoria, su carácter.

Ahora leo la dedicatoria que me puso en uno de sus libros con su mano ya temblorosa. “Para Alexander, este recuerdo de mis pinturas: María” y más adelante la de Antoine Tzapoff “Para Alexander, a nos souvenirs et aux prochaines rencontres”.

Si María a la prochaine…


María, la Doña: inolvidable

Circula un video en youTube en el que Diana Bracho interpreta a María Félix, la Doña. En una de las escenas aparezco acompañando a María mientras recorremos la exposición de su entonces pareja Antoine Tzapoff en el Museo de Arte Moderno del Centro Cultural Mexiquense.

Hoy la recuerdo.

Ayer se cumplieron años de su nacimiento…y de su muerte, porque María murió el mismo día en que nació. Así son las estrellas. María lo es.

Imposible no recordarla.

Imposible olvidar su voz de tantas veladas en que converse con ella en torno a un queso camembert, un pedazo de baguette y un poco de vino. Ella vestida de negro, sus manos ya manchadas por el tiempo, su pelo abundante y negro azabache y su voz, esa voz que seducía, que llamaba a los recuerdos, a los de una época…pero también sentía a algo muy mexicano y profundo.

La conocí en su casa en Polanco. En un principio yo no quería entrar a saludarla, tenía prisa y ese mundo de las artistas famosas no me era muy interesante. Pero entre a insistencia de un amigo. La vi. La salude.

“Mucho gusto María, soy Alexander”, le dije.

“Pasen siéntense”, nos dijo.

Ella tomó asiento en un sillón blanco de bejuco. Vestía impecable de blanco, su pelo negro, su boca con labial rojo, sus joyas en sus manos, sus aretes pendían como para darle luz a su rostro. Segura, muy segura, demasiado segura.

Empezaba a interrogarnos sobre su llegada a Toluca, el día, la hora, lo que quería.

Y empezamos a conversar.

Mientras yo observaba en las paredes los cuadros en donde la pintaron Diego Rivera, Leonor Fini, Leonora Carrington, Chávez Marion y obviamente de Tzapoff. Ahí estaba como diosa, con muchas personalidades: la maternal de Diego; la mujer de fuego, intensa de Fini; la moderna de Chaves…

Y yo la veía ahí sentada como reina…en ese sillón de bejuco que ahora me parecía un trono.
Imposible no amarla, pensaba.

Conversa sobre su pasión que era México. De las calles que recordaba porque las había caminado cuando, recién llegada a la Ciudad de México, trabajó como recepcionista de un doctor. Y criticaba “los olores a chis del centro de la ciudad”, las “estatuas mariconas del paseo de la reforma”, la fealdad del Caballito de Sebastián entre Reforma y Juárez, “eso no es un caballo”, decía. Ningún detalle se le escapaba de la ciudad.

Sí, veía a María y de pronto me sentía como en otro mundo, escuchando su conversación, su voz, sus manos, su seguridad.

Aún recuerdo su olor y su mano mientras se la besaba en señal de despedida.

Pasaron tres horas.

No las sentí.

Nos despedimos y salimos. Ya era tarde. Empezaba a oscurecer.

Subí a mi coche rumbo a Toluca.

Sabía que la volvería a ver y pronto.

Días después llego a Toluca. Cada noche me decía. “Alexander trae una buena botella de vino, un pan y un queso”. Así muchas horas conversé con ella. Me contaba de su vida con Diego y Frida, sus amores de Agustín Lara, sus recuerdos, se reía de Jorge Negrete, recordaba a Berger…nunca hablamos de Tzapoff quien se quedaba un rato con nosotros.

Todas las mañanas, mientras estuvo en Toluca, iba por ella y salía tomada de mi brazo.
Hoy la recuerdo porque no la quería conocer y ahora no la olvido. Es imposible olvidar a una mujer que es historia y símbolo.

Tengo presente el recuerdo de su voz, el de su pelo negro, su voz grave, su memoria, su carácter.

Ahora leo la dedicatoria que me puso en uno de sus libros con su mano ya temblorosa. “Para Alexander, este recuerdo de mis pinturas: María” y más adelante la de Antoine Tzapoff “Para Alexander, a nos souvenirs et aux prochaines rencontres”.

Si María a la prochaine…