/ lunes 10 de diciembre de 2018

Contexto


París amarillo

Era el cuarto sábado, el cuarto acto de una historia que aún no se sabe cuándo y cómo va a terminar.

A la sociedad francesa la recorre el enojo por muchas cosas.

Todo se fue acumulando a lo largo del tiempo.

Un incremento a la gasolina detonó la cólera social.

Sin líderes, sin una estructura, sin una ideología, el movimiento de los chalecos amarillos, los gilets jaunes, esos que se llevan en los coches para los casos de emergencia, surgió como la lava de un volcán cuya intensidad se ha ido incrementando.

Fue una explosión de abajo hacia arriba de la sociedad francesa y que alcanzo a todos los sectores de la sociedad.

Es un movimiento como todos los de nuestra era: sin un liderazgo pero con contenido que le da el propio activismo de la gente.

Esta más allá de las estructuras de los partidos políticos, de los sindicatos, de cualquier tipo de organización que sea medio de interlocución sea frente al Estado o frente a otros poderes u otros actores sociales.

Con ello se cuestiona el sistema de democracia representativa.

Esa que dice representar al pueblo pero que cada vez está más lejos de las necesidades, de las preocupaciones de los ciudadanos.

Los chalecos amarillos obligan a ver a los movimientos sociales de otra manera, como lo fueron las primaveras árabes.

Ante esto los gobiernos no saben cómo reaccionar, ni a quién dirigirse.

Se pierden porque el contrario no está identificado. No lo pueden sentar. Construyen su discurso sin saber exactamente a quien dirigirse y sin medir las consecuencias. Normalmente acaban en crisis de las clases políticas, en la pérdida del poder o en la caída de los regímenes.

De ese tamaño son las consecuencias.

A la demanda original sobre el aumento de la gasolina, se sumaron otros malestares históricos: la baja en el monto de las pensiones, el gasto excesivo del gobierno, los altos sueldos de funcionarios, reforma fiscal que beneficia a los que más tienen, la baja en el poder de compra. Todos elementos que pueden aumentar la diferencia social por el ingreso en una sociedad que tiene una vocación grande hacia el igualitarismo.

El anterior fue el cuarto sábado de protesta en todo el país. Aun en las más pequeñas poblaciones había un chaleco amarillo que se activaba con la inconformidad.

Fue en esas poblaciones y no en París donde surgieron. Pero es París la caja de resonancia más importante porque es una ciudad global, de esas que son referente y que es imposible pasar desapercibida.

En ella se atacan los símbolos de algo que lastima a la sociedad, tal vez sin saberlo: el capital financiero y sus símbolos: los bancos, las grandes marcas, los almacenes que no están al alcance de la mayoría.

Todos tapian sus entradas, sus escaparates, sus anuncios. Cartier, Louis Vuitton, Rolex, HSBC, Starbucks, Michel Kors, Dior…

París, la ciudad luz, la ciudad en la que se sueña en amor, en moda, en buenas maneras se llenaba de pronto de policías, de barricadas, de banderas tricolores, del humo de los gases lacrimógenos, de los cánticos de la Marsellesa, de lugares llenos de amarillo: de amarillo los Campos Elíseos, de amarillo la Plaza de la República, de amarillo La Bastilla…de amarillo París y más lejos también.

Ahí estaba. Entre barricadas, entre los autos quemados, entre las gentes indignadas, entre los policías, entre el fuego, entre la esperanza.

Eran las once de la mañana. La mayoría de las estaciones del metro estaban cerradas. Olía a un silencio pesado y yo caminaba…


París amarillo

Era el cuarto sábado, el cuarto acto de una historia que aún no se sabe cuándo y cómo va a terminar.

A la sociedad francesa la recorre el enojo por muchas cosas.

Todo se fue acumulando a lo largo del tiempo.

Un incremento a la gasolina detonó la cólera social.

Sin líderes, sin una estructura, sin una ideología, el movimiento de los chalecos amarillos, los gilets jaunes, esos que se llevan en los coches para los casos de emergencia, surgió como la lava de un volcán cuya intensidad se ha ido incrementando.

Fue una explosión de abajo hacia arriba de la sociedad francesa y que alcanzo a todos los sectores de la sociedad.

Es un movimiento como todos los de nuestra era: sin un liderazgo pero con contenido que le da el propio activismo de la gente.

Esta más allá de las estructuras de los partidos políticos, de los sindicatos, de cualquier tipo de organización que sea medio de interlocución sea frente al Estado o frente a otros poderes u otros actores sociales.

Con ello se cuestiona el sistema de democracia representativa.

Esa que dice representar al pueblo pero que cada vez está más lejos de las necesidades, de las preocupaciones de los ciudadanos.

Los chalecos amarillos obligan a ver a los movimientos sociales de otra manera, como lo fueron las primaveras árabes.

Ante esto los gobiernos no saben cómo reaccionar, ni a quién dirigirse.

Se pierden porque el contrario no está identificado. No lo pueden sentar. Construyen su discurso sin saber exactamente a quien dirigirse y sin medir las consecuencias. Normalmente acaban en crisis de las clases políticas, en la pérdida del poder o en la caída de los regímenes.

De ese tamaño son las consecuencias.

A la demanda original sobre el aumento de la gasolina, se sumaron otros malestares históricos: la baja en el monto de las pensiones, el gasto excesivo del gobierno, los altos sueldos de funcionarios, reforma fiscal que beneficia a los que más tienen, la baja en el poder de compra. Todos elementos que pueden aumentar la diferencia social por el ingreso en una sociedad que tiene una vocación grande hacia el igualitarismo.

El anterior fue el cuarto sábado de protesta en todo el país. Aun en las más pequeñas poblaciones había un chaleco amarillo que se activaba con la inconformidad.

Fue en esas poblaciones y no en París donde surgieron. Pero es París la caja de resonancia más importante porque es una ciudad global, de esas que son referente y que es imposible pasar desapercibida.

En ella se atacan los símbolos de algo que lastima a la sociedad, tal vez sin saberlo: el capital financiero y sus símbolos: los bancos, las grandes marcas, los almacenes que no están al alcance de la mayoría.

Todos tapian sus entradas, sus escaparates, sus anuncios. Cartier, Louis Vuitton, Rolex, HSBC, Starbucks, Michel Kors, Dior…

París, la ciudad luz, la ciudad en la que se sueña en amor, en moda, en buenas maneras se llenaba de pronto de policías, de barricadas, de banderas tricolores, del humo de los gases lacrimógenos, de los cánticos de la Marsellesa, de lugares llenos de amarillo: de amarillo los Campos Elíseos, de amarillo la Plaza de la República, de amarillo La Bastilla…de amarillo París y más lejos también.

Ahí estaba. Entre barricadas, entre los autos quemados, entre las gentes indignadas, entre los policías, entre el fuego, entre la esperanza.

Eran las once de la mañana. La mayoría de las estaciones del metro estaban cerradas. Olía a un silencio pesado y yo caminaba…