/ lunes 4 de diciembre de 2017

Contexto

Todos me apresuran. “Anda que debemos irnos, nos va a ganar la lluvia y la neblina y todavía debemos cruzar la selva”. Sigo escuchando a Madaí y las historias de los viajes que ella supo o le contaron como tantas historias que se dan en estas zonas de imaginación y de misterio.

María Sabina, ya de vieja, dicen que dijo que sus males, los dolores que sentía en su cuerpo se debían a que a sus “niños santos” se les había tomado como juego por tantos gringos, hippies y turistas que venían a hacer un viaje, pero sólo un viaje, y por eso a ella se le habían quedado todas las enfermedades que curaba y por eso le dolía el cuerpo todos los días de los últimos años de su vida.

Por eso me decía Madaí “a los hongos hay que hablarles con respeto, no son cosa de juego, sino se va uno y ya no vuelve”. Así me lo decía.

“Te voy a comer con todo respeto, y juntando sus manos decía, no me espantes” y les contaba a sus derrumbes, esos hongos que lo curaban, sus males para después despacito írselos comiendo.

Ella ya lo había hecho. Había ido y vuelto. Veía muchos colores, caminos claros, luces y paz, mucha paz, para luego, al volver, tener más fuerza para la vida.

Supo de muchos que hicieron viajes. Hubo un hombre, me decía, que tenía males y dolores en todo su cuerpo, le dolían los huesos y las articulaciones, tenía dificultad para moverse. Se comió los hongos pero antes se dirigió a ellos con respeto “como debe hacerse siempre con la naturaleza”. Él al volver se lo contó. “Al iniciar el viaje y después de transitar entre luces y caminos claros se le acercaron tres hombres vestidos de blanco, uno de ellos era pequeño y otros dos más grandes. Los dos más altos tomaron su cuerpo y lo desarmaron. Pusieron todos los huesos sobre una mesa y limpiaron uno por uno, los frotaban hasta dejarlos como bien pulidos. Luego lo volvieron a armar. Volvió a tener forma su cuerpo. Al volver ya estaba curado”.

Y así las historias se irían sucediendo.

Tome el último trago de mi agua de avena.

Mis amigos me volvían a llamar desde sus racers listos para emprender el camino. “Anda que es tarde”. Mi sobrino me esperaba ya con el motor encendido. El frío empezaba a calar y a lo lejos la selva se tapaba con la neblina y la lluvia empezaba a arreciar. Me puse mi chamara gruesa, mis guantes, el casco obligatorio y me acomode en el asiento. Me sujete con el cinturón de seguridad y mire mis ropas llenas de lodo mientras me calaba el frío. “Bueno ya sólo faltan algunas horas para llegar a Oaxaca”, pensé.

Arrancamos. No pude dejar de ver la figura de Madaí diciéndonos con la mano hasta pronto. Le dije adiós con la mano nuevamente.

Reiniciamos el viaje.

La lluvia arreciaba y el agua golpeando las vísceras de los cascos hacía más difícil las maniobras de manejo pues disminuía la visibilidad. De vez en vez Chuchin con las manos trataba de limpiar el agua que se acumulaba. Estábamos a casi 2300 metros de altura en la Sierra Sur de Oaxaca en el distrito de Miahuatlán. Y no dejaba de llover.

Rrrrrrr…el rugir de los motores rompía el silencio de esa tarde al cruzar los caminos de terracería y lodo.

Hace algunas semanas había temblado en Oaxaca, las casas de adobe y techos de paja se habían derrumbado. Casas como las que hacíamos de niños para llevar una maquetita de Benito Juárez como pastor se habían reproducido durante el viaje y me volvían a mi infancia. Aquí al parecer el tiempo no había pasado.

Pero la imagen de Madai me acompañaba siempre sus palabras, sus imágenes y la historia que me contó de su viaje. Sus palabras se reproducían en mi mente. Trataba de no olvidar, de registrar su viaje. Me contó su historia completa. Ella empezaba a narrar allá a lo lejos, sus palabras cruzaban los bosques, la niebla. Se hacía presente. “Eran las seis de la tarde, estaba con dos amigos platicando sentados afuera de la tienda de abarrotes El Moreno, cuando se baja de un coche el tío de uno de mis amigos y me dice “¡Sorpresa Madaí te traje unos derrumbes (hongos). Son especialmente para ti, están frescos, los acabo de cortar”

-“Muchas gracias, le conteste, me los voy a comer, justo hoy los necesito”.

Eran siete hongos como entre seis y diez centímetros de altura y un poco grandes. Uno de mis amigos me mira preocupado “No Madaí, están muy grandes, no te comas todos puede ser muy largo tu viaje. Solo comete cinco los otros dos me los comeré yo”.

Entonces los tome en mis manos y les pedí permiso para comerlos, les pedí que no me espantaran que los comía para resolver los problemas que tenía…me comí uno a uno….uno a uno despacio, hablándoles, contándole sin saberlo mis secretos, mis males… y me seguía contando… (continuará)

 

 

Todos me apresuran. “Anda que debemos irnos, nos va a ganar la lluvia y la neblina y todavía debemos cruzar la selva”. Sigo escuchando a Madaí y las historias de los viajes que ella supo o le contaron como tantas historias que se dan en estas zonas de imaginación y de misterio.

María Sabina, ya de vieja, dicen que dijo que sus males, los dolores que sentía en su cuerpo se debían a que a sus “niños santos” se les había tomado como juego por tantos gringos, hippies y turistas que venían a hacer un viaje, pero sólo un viaje, y por eso a ella se le habían quedado todas las enfermedades que curaba y por eso le dolía el cuerpo todos los días de los últimos años de su vida.

Por eso me decía Madaí “a los hongos hay que hablarles con respeto, no son cosa de juego, sino se va uno y ya no vuelve”. Así me lo decía.

“Te voy a comer con todo respeto, y juntando sus manos decía, no me espantes” y les contaba a sus derrumbes, esos hongos que lo curaban, sus males para después despacito írselos comiendo.

Ella ya lo había hecho. Había ido y vuelto. Veía muchos colores, caminos claros, luces y paz, mucha paz, para luego, al volver, tener más fuerza para la vida.

Supo de muchos que hicieron viajes. Hubo un hombre, me decía, que tenía males y dolores en todo su cuerpo, le dolían los huesos y las articulaciones, tenía dificultad para moverse. Se comió los hongos pero antes se dirigió a ellos con respeto “como debe hacerse siempre con la naturaleza”. Él al volver se lo contó. “Al iniciar el viaje y después de transitar entre luces y caminos claros se le acercaron tres hombres vestidos de blanco, uno de ellos era pequeño y otros dos más grandes. Los dos más altos tomaron su cuerpo y lo desarmaron. Pusieron todos los huesos sobre una mesa y limpiaron uno por uno, los frotaban hasta dejarlos como bien pulidos. Luego lo volvieron a armar. Volvió a tener forma su cuerpo. Al volver ya estaba curado”.

Y así las historias se irían sucediendo.

Tome el último trago de mi agua de avena.

Mis amigos me volvían a llamar desde sus racers listos para emprender el camino. “Anda que es tarde”. Mi sobrino me esperaba ya con el motor encendido. El frío empezaba a calar y a lo lejos la selva se tapaba con la neblina y la lluvia empezaba a arreciar. Me puse mi chamara gruesa, mis guantes, el casco obligatorio y me acomode en el asiento. Me sujete con el cinturón de seguridad y mire mis ropas llenas de lodo mientras me calaba el frío. “Bueno ya sólo faltan algunas horas para llegar a Oaxaca”, pensé.

Arrancamos. No pude dejar de ver la figura de Madaí diciéndonos con la mano hasta pronto. Le dije adiós con la mano nuevamente.

Reiniciamos el viaje.

La lluvia arreciaba y el agua golpeando las vísceras de los cascos hacía más difícil las maniobras de manejo pues disminuía la visibilidad. De vez en vez Chuchin con las manos trataba de limpiar el agua que se acumulaba. Estábamos a casi 2300 metros de altura en la Sierra Sur de Oaxaca en el distrito de Miahuatlán. Y no dejaba de llover.

Rrrrrrr…el rugir de los motores rompía el silencio de esa tarde al cruzar los caminos de terracería y lodo.

Hace algunas semanas había temblado en Oaxaca, las casas de adobe y techos de paja se habían derrumbado. Casas como las que hacíamos de niños para llevar una maquetita de Benito Juárez como pastor se habían reproducido durante el viaje y me volvían a mi infancia. Aquí al parecer el tiempo no había pasado.

Pero la imagen de Madai me acompañaba siempre sus palabras, sus imágenes y la historia que me contó de su viaje. Sus palabras se reproducían en mi mente. Trataba de no olvidar, de registrar su viaje. Me contó su historia completa. Ella empezaba a narrar allá a lo lejos, sus palabras cruzaban los bosques, la niebla. Se hacía presente. “Eran las seis de la tarde, estaba con dos amigos platicando sentados afuera de la tienda de abarrotes El Moreno, cuando se baja de un coche el tío de uno de mis amigos y me dice “¡Sorpresa Madaí te traje unos derrumbes (hongos). Son especialmente para ti, están frescos, los acabo de cortar”

-“Muchas gracias, le conteste, me los voy a comer, justo hoy los necesito”.

Eran siete hongos como entre seis y diez centímetros de altura y un poco grandes. Uno de mis amigos me mira preocupado “No Madaí, están muy grandes, no te comas todos puede ser muy largo tu viaje. Solo comete cinco los otros dos me los comeré yo”.

Entonces los tome en mis manos y les pedí permiso para comerlos, les pedí que no me espantaran que los comía para resolver los problemas que tenía…me comí uno a uno….uno a uno despacio, hablándoles, contándole sin saberlo mis secretos, mis males… y me seguía contando… (continuará)