/ lunes 19 de abril de 2021

Contexto | La Toluca de un no sé qué

Hace años en un viernes en Toluca el niño se despertó como siempre para ir a la escuela. Su madre, quien muy temprano se levantaba, lo esperaba en la cocina mientras preparaba licuados de plátano para sus hijos con leche bronca, que en aquellos días no le hacía daño a nadie, dos huevos, un poquito de vainilla o cinzano, azúcar y todo metido en la licuadora mientras también preparaba las tortas y las aguas para el recreo.

Era el último día de la semana para ir a la escuela y eso era un buen augurio pues estaba ya cerca el domingo en que además de ir a ayudar a la misa de las siete treinta en la Veracruz se podía poner su ropa y zapatos de domingo, ir a comprar el pan a la panadería de los Portales y de la mano de su padre, los cuentos de Archie, la pequeña Lulú o el Pato Donald o el de Clásicos Infantiles para después ir a la matiné al Cine Rex en donde pasaban hasta dos películas con intermedio incluido. Pero ese viernes, como todos los viernes en Toluca, era además día de plaza y las calles aledañas a lo que hoy es el Cosmovitral se llenaban de puestos de ropa, de verduras, de carnes, de frutas, de marchantas, de cargadores (que eran personajes que ayudaban a cargar las compras a las señoras que iban con sus canastas enormes a surtirse de todo lo necesario para toda la semana). Su madre y su abuela lo hacían. Al regresar de la escuela había en la cocina una exhibición de colores que parecían un bodegón alegre que ningún pintor era capaz de reproducir: el rojo intenso de los jitomates, el blanquísimo blanco de las cebollas, el verde intenso de las lechugas, el amarillo limpio de las papas, las gallinas vivas en el patio esperando a ser sacrificadas para luego comerlas frescas y más frutas y verduras además de la tortillas hechas a mano, aguacates y pápalo quelite, cilantro y perejil.

Pero era viernes y habría que ir a la escuela. El niño se tomó el licuado de un jalón y su madre le borro los bigotes que se le quedaban alrededor de la boca, luego le daba sus dos tortas en una bolsita de papel y su cantimplora con el agua de sabor del día. Ese día le tocaban una torta de frijoles y una de huevo revuelto y el agua de melón para el recreo. La bolsita la metía en su mochila que, llena de libros y cuadernos, pesaba un montón y su cantimplora se la colgaba en la presilla del pantalón. Salía el niño con su peinado bien hecho, un copete bien fijado con setgel y una raya perfecta en la cabeza y llena de crema Teatrical la cara para que no se le resecara por el sol.

Salía de su casa, como siempre a toda prisa, pues como habitualmente se hacía tarde para ir a la escuela aunque es bien cierto que nunca se llegaba tarde.

Salió de su casa y veía ese movimiento mágico del mercado de Toluca, el ir y venir de la gente, las marchantas sentadas en el suelo gritando para vender su cosecha de lo que fuera, los hombres que llevaban sus mercancías gritando “ahí va el golpe”, los turistas que llegaban a Toluca solo para ver el espectáculo que era el mercado, los merolicos preparándose para dar pócimas de cura para todo, los de tránsito tratando de ordenar en tránsito que casi no existía, los barrenderos del ayuntamiento para más o menos irle adelantando a la limpiada, los enormes trozos de carne de res que casi con la sangre viva cubrían las espaldas de los hombres todos cubiertos de blanco hasta la cabeza (nunca entendió el niño por qué los carniceros, como los doctores se vestían de blanco y hasta la cofia era blanca también)

Llegaba a la escuela de la mano de su abuelo y ahí empezaba uno a ser uno mismo…, sentarse en una banca (¿por qué decir banca si era una mesita?) que siempre era de dos, se sacaban las tortas de la mochila y se ponían en una tablita que estaba debajo de cubierta, la cantimplora en el suelo y los cuadernos y lápices listos…llegaba la maestra y luego el recreo…ahh! el recreo!!! y los volados, las peleas, las carreras de cochecitos llenos de plastilina para que jalaran mejor, los partidos de futbol, el juego de tapa…el recreo que le era tan preciado solo para volver bien sudado al salón…y luego la salida y la compra rápida de las enchiladas de banqueta que una señora sentada en el suelo preparaba enrollando las tortillas bien apretaditas, y les ponía salsa de tomate verde, cebollitas y cilantro…un manjar…

Todo eso pasaba en los recuerdos de quien había sido una vez niño en una Toluca, que como diría Chava Flores, tenía un no sé qué.

…un no sé qué que ya no existe.

Hace años en un viernes en Toluca el niño se despertó como siempre para ir a la escuela. Su madre, quien muy temprano se levantaba, lo esperaba en la cocina mientras preparaba licuados de plátano para sus hijos con leche bronca, que en aquellos días no le hacía daño a nadie, dos huevos, un poquito de vainilla o cinzano, azúcar y todo metido en la licuadora mientras también preparaba las tortas y las aguas para el recreo.

Era el último día de la semana para ir a la escuela y eso era un buen augurio pues estaba ya cerca el domingo en que además de ir a ayudar a la misa de las siete treinta en la Veracruz se podía poner su ropa y zapatos de domingo, ir a comprar el pan a la panadería de los Portales y de la mano de su padre, los cuentos de Archie, la pequeña Lulú o el Pato Donald o el de Clásicos Infantiles para después ir a la matiné al Cine Rex en donde pasaban hasta dos películas con intermedio incluido. Pero ese viernes, como todos los viernes en Toluca, era además día de plaza y las calles aledañas a lo que hoy es el Cosmovitral se llenaban de puestos de ropa, de verduras, de carnes, de frutas, de marchantas, de cargadores (que eran personajes que ayudaban a cargar las compras a las señoras que iban con sus canastas enormes a surtirse de todo lo necesario para toda la semana). Su madre y su abuela lo hacían. Al regresar de la escuela había en la cocina una exhibición de colores que parecían un bodegón alegre que ningún pintor era capaz de reproducir: el rojo intenso de los jitomates, el blanquísimo blanco de las cebollas, el verde intenso de las lechugas, el amarillo limpio de las papas, las gallinas vivas en el patio esperando a ser sacrificadas para luego comerlas frescas y más frutas y verduras además de la tortillas hechas a mano, aguacates y pápalo quelite, cilantro y perejil.

Pero era viernes y habría que ir a la escuela. El niño se tomó el licuado de un jalón y su madre le borro los bigotes que se le quedaban alrededor de la boca, luego le daba sus dos tortas en una bolsita de papel y su cantimplora con el agua de sabor del día. Ese día le tocaban una torta de frijoles y una de huevo revuelto y el agua de melón para el recreo. La bolsita la metía en su mochila que, llena de libros y cuadernos, pesaba un montón y su cantimplora se la colgaba en la presilla del pantalón. Salía el niño con su peinado bien hecho, un copete bien fijado con setgel y una raya perfecta en la cabeza y llena de crema Teatrical la cara para que no se le resecara por el sol.

Salía de su casa, como siempre a toda prisa, pues como habitualmente se hacía tarde para ir a la escuela aunque es bien cierto que nunca se llegaba tarde.

Salió de su casa y veía ese movimiento mágico del mercado de Toluca, el ir y venir de la gente, las marchantas sentadas en el suelo gritando para vender su cosecha de lo que fuera, los hombres que llevaban sus mercancías gritando “ahí va el golpe”, los turistas que llegaban a Toluca solo para ver el espectáculo que era el mercado, los merolicos preparándose para dar pócimas de cura para todo, los de tránsito tratando de ordenar en tránsito que casi no existía, los barrenderos del ayuntamiento para más o menos irle adelantando a la limpiada, los enormes trozos de carne de res que casi con la sangre viva cubrían las espaldas de los hombres todos cubiertos de blanco hasta la cabeza (nunca entendió el niño por qué los carniceros, como los doctores se vestían de blanco y hasta la cofia era blanca también)

Llegaba a la escuela de la mano de su abuelo y ahí empezaba uno a ser uno mismo…, sentarse en una banca (¿por qué decir banca si era una mesita?) que siempre era de dos, se sacaban las tortas de la mochila y se ponían en una tablita que estaba debajo de cubierta, la cantimplora en el suelo y los cuadernos y lápices listos…llegaba la maestra y luego el recreo…ahh! el recreo!!! y los volados, las peleas, las carreras de cochecitos llenos de plastilina para que jalaran mejor, los partidos de futbol, el juego de tapa…el recreo que le era tan preciado solo para volver bien sudado al salón…y luego la salida y la compra rápida de las enchiladas de banqueta que una señora sentada en el suelo preparaba enrollando las tortillas bien apretaditas, y les ponía salsa de tomate verde, cebollitas y cilantro…un manjar…

Todo eso pasaba en los recuerdos de quien había sido una vez niño en una Toluca, que como diría Chava Flores, tenía un no sé qué.

…un no sé qué que ya no existe.