En el ocaso del actual sexenio, al inquilino de Palacio Nacional se le puede dar un regalo más: el fracaso de su política educativa.
Una nación progresista se caracteriza, entre muchas otras cosas, por la calidad de su educación, sus altos niveles de cultura y el número de escuelas funcionando correctamente. Asimismo, por tener docentes y directivos preparados y éticos, cuyo compromiso se orienta a formar a las nuevas generaciones, a dotarlas de los conocimientos, habilidades y destrezas que demanda un mundo moderno y altamente globalizado, pero jamás se les trasmiten ideologías y fanatismos absurdos.
Por desgracia, en los últimos años se han aplicado en nuestro país proyectos confusos y conceptualmente imprecisos, basados en una visón doctrinaria y fantasiosa, en los cuales la instrucción de niños y jóvenes se concibe como un espacio de oportunidades para implantar estrategias clientelares, y se rechaza ver en ella un factor determinante, no sólo en la superación de las personas y en el impulso a un México de avanzada, sino también en la disminución de la pobreza y en la construcción de una sociedad más justa, igualitaria y democrática.
En días pasados, al iniciar el ciclo escolar 2024 – 2025, un medio informativo publicó las opiniones de algunos expertos, con el propósito de evaluar el desempeño de este gobierno en materia de educación pública. Los comentarios fueron de los reconocidos académicos e investigadores Eduardo Backhoff Escudero, Marco Fernández y Eduardo Andere, y obviamente los tres coinciden en asignarle una calificación reprobatoria, empezando por haber puesto al frente de la SEP a gente ignorante y sumisa.
Aunque el análisis de las malas decisiones es extenso, de entre lo expuesto destaca lo siguiente, apoyado en datos oficiales: no obstante ser excesivamente baja, la participación del gasto educativo sobre el gasto federal total programado cayó casi dos puntos porcentuales, hasta ser el menor desde 1995. Por eso se registraron recortes sustanciales, uno de casi el 83 por ciento destinado a la capacitación del profesorado, y desaparecieron los programas de escuelas de tiempo completo y de educación comunitaria, las clases de inglés y las estancias infantiles.
En cuestión de infraestructura y equipamiento las cosas empeoraron. Por ejemplo, en los planteles de básica y media superior, respectivamente, alrededor del 25 por ciento no tienen agua potable; el 42 y el 30 por ciento no tienen computadoras, y cerca del 8 y 13 por ciento no tienen electricidad. Los millones de pesos destinados al programa La Escuela es Nuestra sólo han derivado en múltiples problemas de manejo y operación, al entregarle el dinero directamente a los padres de familia.
La matrícula disminuyó, pues mientras en el ciclo escolar 2018 – 2019 se tenían registrados 35.8 millones de alumnos en todos los niveles del país, en el último periodo reportado, 2023 – 2024, el número de alumnos fue de 34.8 millones. La ayuda en becas no logra contrarrestar el abandono y rezago estudiantil, con todo y que el presupuesto del grado básico pasó de 29 mil millones de pesos en 2020, a 36 mil 500 millones de pesos en 2024.
El escenario se complementa con la creación de decenas de universidades “patito” y el enfoque político de la llamada Nueva Escuela Mexicana: un modelo antipedagógico, doctrinario y antitético, apoyado por libros de texto gratuitos impugnados por organismos nacionales e internacionales, al considerarlos confusos, con múltiples errores y pésima estructura didáctica.
Si la situación persiste, dentro de poco ya no se hablará de fracaso, sino de la destrucción de nuestro sistema educativo.
Ingeniero civil, profesor de tiempo completo en la UAEM.