Motivo de vergüenza en el mundo civilizado, la corrupción en nuestro país es una costumbre demasiado arraigada en un amplio sector de la clase política. Antes y ahora, son frecuentes los excesos cometidos por funcionarios y grupos de poder, al amparo de leyes hechas a modo.
En sus diferentes manifestaciones, este fenómeno se encuentra cómodamente instalado en la vida pública, en gran medida debido otra perversidad institucionalizada, como lo es la impunidad. Es decir, protegidos por extensas redes de complicidad, la casi imposible tarea de procesar a los delincuentes, de obligarlos a pagar sus culpas y devolver al erario lo robado, se fortalece con organismos de supervisión y control cómplices, averiguaciones amañadas, acusaciones mal integradas y un aparato de justicia plagado de intereses traidores a su esencia.
Evidencia de lo anterior se tiene en la declaración del titular del Órgano Interno de Control de la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM), publicada en este diario en días pasados, con respecto a la prescripción de 47 de los 51 casos relacionados con la llamada Estafa Maestra, porque la Auditoría Superior de la Federación (ASF) no recibió la información solicitada. Los asuntos datan, se dijo, de los años 2012, 2013 y 2014, y a pesar de los requerimientos las autoridades universitarias no quisieron realizar investigaciones, ni procedieron a denunciar y sancionar a quienes firmaron convenios donde hubo un manejo ilegal de recursos federales.
A lo largo de su historia, la máxima casa de estudios mexiquense ha demostrado ser un valioso instrumento de movilidad social, estimulado por el desempeño de una gran mayoría de estudiantes, docentes y personal de apoyo, cuyos esfuerzos, a pesar de las innumerables carencias, han contribuido al progreso y a la construcción de una sociedad más igualitaria, libre y democrática. Por desgracia, los rectorados no siempre han estado a la altura de las circunstancias, y los errores producto de la simulación, de los abusos y de la irracional obediencia al poder político no sólo causan desatención de las auténticas prioridades, sino ponen en entredicho el ejercicio honesto y responsable de la autonomía.
Por eso, en este tipo de administraciones lo negativo se acumula, y un ejemplo lo da el infame caso de la Estafa Maestra, consistente en un fraude de miles de millones de pesos operado desde el gobierno central y dado a conocer en una investigación periodística, a partir de reportes plenamente documentados, precisamente por la ASF. El hecho es que, utilizando un burdo mecanismo, dependencias federales como Sedesol y Banobras contrataron y entregaron dinero en forma discrecional a varias universidades públicas, entre ellas la UAEM, con el supuesto fin de realizar obras o dar algún servicio específico, para luego armar una turbia cadena de subcontrataciones con empresas fantasmas o inexistentes, y otras sin la capacidad ni la personalidad jurídica necesarias.
Obviamente, la afectación a la imagen y al buen nombre de la institución ha sido demasiado grave, y eso debió obligar a las autoridades a colaborar eficazmente en la indagatoria y procurar el merecido castigo a los graduados en desaparecer el dinero del pueblo. Incluso ahora, el Consejo Universitario tiene la oportunidad de hacer a un lado ciertas creencias, hábitos y tradiciones, y, en términos de la normatividad interna, decidirse a combatir la impunidad, a fin de no quedar reducido a una simple instancia de trámite, donde se imponga la sumisión y no se actúe contra los autores de los muchos daños causados.