Termina un semestre más en la Universidad Autónoma del Estado de México, y es grato constatar los logros académicos de mis alumnas y alumnos en la asignatura de matemáticas, gracias a su empeño y dedicación. Como bien lo van entendiendo, la denominación de estudiante implica un profundo y gran compromiso, no sólo con ellos mismos, sino también con la familia y la sociedad en general, de tal forma que a través de la buena educación están obligados a depurar el conocimiento, las habilidades, el comportamiento y los ideales, en el intento de favorecer un tipo de ser humano frente a otros.
Para un país en las condiciones del nuestro, es necesario impulsar el talento de los jóvenes, porque pronto serán los profesionales encargados de tomar las decisiones correctas, en favor del progreso integral. Naturalmente, quienes están inscritos en una institución financiada por el pueblo deben de reconocer que, por bastantes motivos, gozan de una situación de privilegio y, en consecuencia, es su obligación dar siempre su máximo esfuerzo, actuar con dignidad, ser responsables de sus capacidades, eliminar las actitudes negativas y evitar convertirse en esos individuos sin valores, donde la farsa y el engaño hacen las veces de esencia, ideas o sentimientos.
Estas generaciones, siguiendo el ejemplo de muchas de las anteriores, son conscientes de la importancia de la superación personal, es decir, del proceso de transformación mediante el cual se adoptan nuevas formas de pensamiento y acción, encauzadas a obtener múltiples beneficios, tales como alejarse de la pobreza y mejorar la calidad de vida, desarrollarse humana, profesional y socialmente, además de forjarse un patrimonio propio con base en los principios del trabajo honesto, la disciplina y la rectitud.
Por eso, es lamentable la reacción del presidente de la República al atacar a las clases media y media alta, responsabilizándolas de su derrota en las votaciones pasadas, máxime por haber perdido posiciones estratégicas en la Ciudad de México. Con el típico discurso lleno de frases ofensivas y burlonas, entre otras cosas las calificó de egoístas y aspiracionistas (sic), de querer salir adelante y triunfar a toda costa, de conservadoras, manipulables y partidarias de la corrupción, a pesar de sus títulos de licenciatura, maestría o doctorado.
Ante semejante escenario, el objetivo del señor de palacio es ahora construir una nueva clase media, más despierta, inteligente, solidaria con los pobres y no influenciable por las campañas mediáticas.
El asunto es que, para estar en este grupo y recibir el elogio supremo, es indispensable tener el apoyo gubernamental por no estudiar ni trabajar, conformarse con la limosna mensual, aspirar a comprarse sólo un par de zapatos y cambiar la personalidad por la de mascota, integrante del rebaño oficial. Por supuesto, nada de hacerle caso a la información de la prensa independiente, pero sí adoctrinarse con las “mañaneras”, acatar la palabra divina y votar por quien el benefactor ordene.
No, esto no es lo apropiado y mucho menos debe ser el referente de una mentalidad triunfadora. Una clase media grande y próspera significa un mejor país, más democrático, con gente preparada y pensante, crítica y muy exigente con sus líderes políticos.
Ninguna justificación tiene el rencor derivado del rechazo en las urnas, cuando el gobernante se ha caracterizado por acumular irracionalmente el poder, dividir a los mexicanos, destruir instituciones, mentir sin recato y aferrarse a un proyecto de pésimos resultados, cuya continuidad pone en peligro el futuro inmediato de la nación.
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