Según cálculos de las autoridades capitalinas, ocho millones de personas visitaron el santuario de la Virgen de Guadalupe durante los últimos tres días.
La colina del Tepeyac se convirtió nuevamente en punto de arribo de peregrinos de todo el país. Durante la noche del 11 al 12 de diciembre, las “mañanitas” a la virgen dieron pie a un espectáculo de masas que no tiene parangón si no se piensa en lugares tan famosos como Fátima, Lourdes o Santiago de Compostela, sin llegar, claro, a las multitudinarias y desordenadas manifestaciones de La Meca.
La aglomeración de la Villa de Guadalupe conmocionó a gran parte de la gran Ciudad de México. En las carreteras, vehículos de todo tipo –camionetas, autobuses, automóviles− sufrieron percances que en algunos casos causaron la muerte de fervorosos creyentes. Como sucede durante las peregrinaciones que parten de diferentes estados con un solo destino.
¿Por qué razón el culto guadalupano, de tan profunda raigambre en México, se mantiene en todo lo alto mientras que otras prácticas religiosas, principalmente de la fe católica, se muestran a la baja?
Hay escasez de vocaciones sacerdotales. Los ministros se quejan del desapego de muchos creyentes. La jerarquía religiosa busca aplicar medidas apropiadas para reactivar el entusiasmo de los feligreses y hasta la agenda del papa Francisco se mueve en ese sentido.
¿Por qué sucede, entonces, que la afluencia de personas a la basílica de Guadalupe aumenta cada año en lugar de disminuir?
En tiempos difíciles, la gente siente la necesidad de creer en algo o en alguien, pensar que no está sola en el mundo y que en cualquier momento una fuerza misteriosa, terrenal o divina, puede acudir en su auxilio.
En cuanto al poder divino, las principales deidades son llamadas por los creyentes “padre” o “madre”, según sea el caso, porque se reconoce en ellas la capacidad de proteger, de orientar, de apoyar, de ayudar en un momento dado a encontrar la salida de un predicamento o la solución de un problema.
En otra proporción, este impulso natural, primario, despierta en muchas personas el deseo de creer en falsos profetas, en líderes y redentores que prometen conducir a la humanidad al progreso, a la felicidad, a la tierra de Jauja. Cuando esto ocurre, la gente vuelve a creer, se enciende de nuevo la esperanza y se inicia la marcha tras la huella del guía, trátese de un líder político, moral, espiritual o hasta de un iluminado, un salvador.
Pero, ante fracasos y traiciones, cuando todo lo que iba bien sale mal, surge de nuevo la decepción, cuando lo que se pensaba que era oro resulta latón bien bruñido y cuando los diamantes se convierten en cuentas de bisutería, el rechazo es la respuesta.
Sin embargo, la gente tiene necesidad de creer en algo o en alguien, la esperanza, dice el refrán, muere al último y la fe –se nos ha dicho− mueve montañas.
Entonces, ¿qué hacer cuando el líder político falla o se corrompe, cuando el líder sindical se vende, cuando el sacerdote pederasta destruye los cimientos de la fe, cuando el guía espiritual miente o engaña, cuando al héroe poderoso e invencible los pies se le vuelven de barro?
En esos momentos, cuando el ambiente se enrarece, la mentira se enseñorea y, en palabras del poeta, “hay faena excesiva y vil cosecha”, los mexicanos, para no claudicar, vuelven al culto guadalupano en busca de refugio y del milagro.
En la creencia popular, la virgen madre no falla y su protección es primero y último recurso.