El millonario texano Howard Hughes, magnate de la industria del cine y de la aviación, nacido en 1905 y muerto en 1976, fue un personaje singular y extravagante que vivió afectado por un terror a los microbios que le impedía saludar de mano y asistir a reuniones en las que tuviera que interactuar con otras personas.
Noah Dietrich, principal colaborador de sus negocios, escribió una biografía incompleta, publicada en México en 1972, en la que lo pinta de cuerpo entero como hombre de negocios impulsivo y acelerado que era capaz de ganar cientos de millones en buenos negocios o perderlos en proyectos desafortunados.
Después de Dietrich. “el hombre que mejor lo conoció”, otros autores se han encargado de recrear a su manera la vida de esta especie de “playboy” norteamericano; el cine recogió su historia en “El aviador”, película que, llevando como protagonista a Leonardo Di Caprio, ganó varios premios Óscar, menos el de mejor actor.
Hughes vivió romances con las estrellas más fulgurantes de Hollywood, pero llegó el momento en que su exaltado temor a los gérmenes trastornó completamente su manera de vivir, pues pasaba largos períodos de encierro en los lujosos departamentos y hoteles que ocupaba –uno de ellos en Acapulco− sin descorrer cortinas, con estricto control y desapego a la comida y en un ambiente previamente “sanitizado”, pero, a la vez, con un marcado desaliño personal llevado al punto de que en ocasiones reaparecía con larga barba, revuelta cabellera y uñas filosas como garras.
Hughes perdía el sueño de solo pensar que iba a morir a causa del contagio de una enfermedad virulenta –sin haber conocido los horrores del Covit-19, la muerte solitaria−, pero lo que realmente lo mató, al ser trasladado en avión de Acapulco a Houston, fue un problema renal que nada tuvo que ver con un virus.
La experiencia del as de la aviación y galán de Hollywood podría servir de ejemplo para explicar la circunstancia de que, en época de epidemias, es necesario mostrar respeto por bacterias y microbios y seguir al pie de la letra las medidas sanitarias que se nos indican, pues de ellas depende el no-contagio, pero sin llevar las cosas hasta el extremo de suponer que el enemigo está en todas partes y empezar a ver con sospecha y desconfianza a todas las personas pensando que son agentes escogidos por la fatalidad para traernos el contagio como mensajeros de la muerte.
Prudencia y responsabilidad, sí, con actitudes de atención y esmero para cada uno mismo y para los demás, sí; pero sin caer en enfermizas exageraciones como las que torturaban a Howard Hughes, pues no hay duda de que una fobia de esa naturaleza le arruina la vida a cualquiera.