/ viernes 15 de febrero de 2019

Red Pública


El adiós a un banco

¡Qué gran alivio y satisfacción da cancelar un mal servicio! Y más cuando te han puesto trabas para llevar la acción a cabo como es en el banco. Resulta pues que me había fastidiado de las llamadas telefónicas de todos los días, y en el horario menos indicado -comida y descanso-, hombres y mujeres ofreciendo insistentemente créditos y servicios bancarios.

Les pedí en repetidas ocasiones que dejaran de hacerlo, pero les daba lo mismo mi solicitud. No sé si fue y es tanta la necesidad de obtener comisiones, o tal vez la presión del empleo, que los telefonistas se automatizan y una negativa los lleva a pasar a alguien más el número marcado hasta que el cliente acepte el ofrecimiento.

“¿Porqué no le interesa?”, era una de las preguntas inmediatas al “No, gracias”. Luego seguían: “¿sabe que en cualquier momento puede sufrir un accidente o morir? Las estadísticas dicen que...”.

La obstinación era tal que pasé a la altanería y, finalmente, a la ironía: "¿qué parte de No me interesa No te queda clara” y “te voy a comunicar con mi asesor de promociones”.

Obviamente, también atendí a la sugerencia de la Condusef de bloquear desde mi teléfono los números de donde me marcaban o inscribirme en el otrora Registro Público de Usuarios (REUS). Este último para evitar ser molestado con publicidad y promociones por parte de las instituciones financieras, pero que resultó con fallas de conexión vía navegadores web y de saturación a la hora de almacenar datos.

En fin, me quedaba el adiós al banco desde la pregunta imperiosa ¿Por qué continúas utilizando su producto? Y así, vino primer intento de cancelación en que se indicó la obligatoriedad de traer a la mano el contrato original y en la sucursal donde se firmó -si bien en el portal de Internet sólo se menciona una carta de exposición de motivos-.

Así, en el segundo intento, hubo que esperar 50 minutos de pie en una fila de 12 personas, de la cual era la quinta al llegar, ya que sólo había un “ejecutivo” disponible. Y, una vez en el turno, sobrevino otra pregunta, tal como lo había anticipado, sobre el porqué de la cancelación. “Cambio de residencia”, fue la respuesta para evadir nuevas preguntas y promociones.

Aunque debí decir que se debió a que desdeñaron mi privacidad y deseo. Que denostaron el derecho a una atención respetuosa, a no querer oír nuevos ofrecimientos, a un buen trato. Solamente ya no me interesaba oír más preguntas tercas, inflexibles, de ventas. Anhelaba terminar con un mal servicio; ese que se resuelve rápidamente con ponerse en los zapatos del cliente o como dicen en su jerga de que las necesidades y enfoque del cliente siempre van antes que las del negocio.


El adiós a un banco

¡Qué gran alivio y satisfacción da cancelar un mal servicio! Y más cuando te han puesto trabas para llevar la acción a cabo como es en el banco. Resulta pues que me había fastidiado de las llamadas telefónicas de todos los días, y en el horario menos indicado -comida y descanso-, hombres y mujeres ofreciendo insistentemente créditos y servicios bancarios.

Les pedí en repetidas ocasiones que dejaran de hacerlo, pero les daba lo mismo mi solicitud. No sé si fue y es tanta la necesidad de obtener comisiones, o tal vez la presión del empleo, que los telefonistas se automatizan y una negativa los lleva a pasar a alguien más el número marcado hasta que el cliente acepte el ofrecimiento.

“¿Porqué no le interesa?”, era una de las preguntas inmediatas al “No, gracias”. Luego seguían: “¿sabe que en cualquier momento puede sufrir un accidente o morir? Las estadísticas dicen que...”.

La obstinación era tal que pasé a la altanería y, finalmente, a la ironía: "¿qué parte de No me interesa No te queda clara” y “te voy a comunicar con mi asesor de promociones”.

Obviamente, también atendí a la sugerencia de la Condusef de bloquear desde mi teléfono los números de donde me marcaban o inscribirme en el otrora Registro Público de Usuarios (REUS). Este último para evitar ser molestado con publicidad y promociones por parte de las instituciones financieras, pero que resultó con fallas de conexión vía navegadores web y de saturación a la hora de almacenar datos.

En fin, me quedaba el adiós al banco desde la pregunta imperiosa ¿Por qué continúas utilizando su producto? Y así, vino primer intento de cancelación en que se indicó la obligatoriedad de traer a la mano el contrato original y en la sucursal donde se firmó -si bien en el portal de Internet sólo se menciona una carta de exposición de motivos-.

Así, en el segundo intento, hubo que esperar 50 minutos de pie en una fila de 12 personas, de la cual era la quinta al llegar, ya que sólo había un “ejecutivo” disponible. Y, una vez en el turno, sobrevino otra pregunta, tal como lo había anticipado, sobre el porqué de la cancelación. “Cambio de residencia”, fue la respuesta para evadir nuevas preguntas y promociones.

Aunque debí decir que se debió a que desdeñaron mi privacidad y deseo. Que denostaron el derecho a una atención respetuosa, a no querer oír nuevos ofrecimientos, a un buen trato. Solamente ya no me interesaba oír más preguntas tercas, inflexibles, de ventas. Anhelaba terminar con un mal servicio; ese que se resuelve rápidamente con ponerse en los zapatos del cliente o como dicen en su jerga de que las necesidades y enfoque del cliente siempre van antes que las del negocio.

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