¿Es el fin de la dictadura perfecta?
Hace 27 años, durante un encuentro de intelectuales latinoamericanos, transmitido en televisión abierta, Mario Vargas Llosa, reconocido escritor peruano, aprovechando la ocasión declaró: “México es la dictadura perfecta. La dictadura perfecta no es el comunismo. No es la URSS. No es Fidel Castro. La dictadura perfecta es México”. Y como queriendo suavizar su atrevimiento, agregó: “Tiene las características de la dictadura: la permanencia, no de un hombre, pero sí de un partido”.
Desde entonces, politólogos, escritores, académicos y columnistas, al tratar sobre el uso y el abuso del poder en México, ejercido por un hombre y un partido -el PRI-que a la fecha lleva casi 90 años en el poder, no dejan de referir el concepto que Vargas Llosa tenía sobre el sistema político mexicano.
El calificativo que le dio a nuestro sistema político el Premio Nobel de Literatura 2010 caló duro en el ánimo de la clase política mexicana, en especial a la del PRI que en aquellos años cumplía casi sesenta años de estar en el poder; sin embargo, tal pronunciamiento no era del todo ajeno a la realidad de México de aquel entonces: el PRI detentaba, en el ámbito federal, la presidencia de la república y las 2 cámaras del Congreso de la Unión; en el ámbito local: las 31 gubernaturas y legislaturas de las entidades federativas -el jefe de gobierno del D.F. era designado por el Ejecutivo federal-; y en el municipal: los cerca de 2,500 presidentes municipales con sus respectivos Ayuntamientos.
El presidente de la república, con su partido el PRI, ejercía casi un poder político absoluto a lo largo y ancho del país: bajo el juego del “tapado”, él designaba a su sucesor; él palomeaba a los candidatos para las diputaciones federales y senadurías; él decidía quiénes debían ser los candidatos a las gubernaturas de los estados. Los gobernadores de los estados hacían lo propio: opinaban sobre su sucesor, palomeaban a los candidatos de las diputaciones locales, así como de las presidencias municipales, sindicaturas y regidurías.
De aquel pronunciamiento “irreverente” han pasado cinco sexenios y aquella “dictadura perfecta” que el escritor peruano percibió en México, a finales del siglo XX, continuó vigente hasta nuestros días; tuvo un descalabro en el 2000 y en el 2006, cuando el PAN le arrebató al PRI el poder durante dos sexenios; pero al recuperarlo en 2012, las viejas reglas de la “dictadura perfecta” se volvieron aplicar, como si el país no hubiera cambiado. En este sentido, el presidente Enrique Peña ejerció el poder durante su mandato, y llegado el tiempo de su relevo, a la vieja usanza, designó al candidato del PRI a la presidencia de la república: él decidió que fuera José Antonio Meade, él también palomeó a quienes debían ser candidatos de ese partido a diputados federales y senadores; e hizo lo propio con los candidatos de las nueve gubernaturas, incluso, en algunos casos, para presidentes municipales y diputados locales.
El presidente Peña, confiado en sus habilidades para ganar elecciones, hizo caso omiso a la nueva realidad de México; veía venir la enorme ola de descontento social, impulsada por el rechazo a su gobierno y a su partido el PRI, pero creía poder vencerla con un candidato de supuesta conducta honorable; Meade, defenestrado por los electores, sólo fue víctima de las circunstancias.
El rechazo social, acumulado por muchos años, no fue una ola de grandes proporciones como se esperaba, fue un tsunami que arrasó el país, que penetró las estructuras políticas emblemáticas, que se apoderó de la presidencia de la república, de las cámaras del Congreso de la Unión, de la mayor parte de las gubernaturas en juego, de 22 legislaturas locales y de un sinnúmero de Ayuntamientos. El PRI, piedra angular de la histórica “dictadura perfecta”, junto con sus aliados, quedó apuntalado apenas por el 16% de la población votante. De ahí que el sistema que creó a lo largo de su historia agoniza; está en etapa terminal.