/ jueves 5 de septiembre de 2019

Repique inocente / Lluvia de papelitos


No sé ustedes, mis estimados y finos cuatro lectores, pero el arriba firmante sí extraña el día del presidente. O el día del gobernador. El día del informe.

Añoro los papelitos en los colores verde, blanco y colorado cayendo como en diluvio al paso de carro descubierto en el que nuestro gran tlatoani —de aquellos tiempos, me refiero— hacía el recorrido entre la residencia oficial y el edificio del Poder Legislativo donde ya lo esperaban prestos y esperanzados los legisladores y las fuerzas vivas.¡Qué tiempos aquellos!

Los millennials y otras tribus de la actualidad no conocen la sensación de fiesta y jolgorio que significaba un día de descanso obligatorio, porque el informe lo era, enjaezado con toda clase de porras y expresiones de afecto el mero mero petatero —presidente o gobernador, porque lo que sucedía en lo federal se reproducía puntualmente en lo local—.

Prolongados minutos de aplausos, mantas de reconocimiento en el que el líder fulano de tal expresaba su admiración ad náuseam —sírvanse investigar el latinazgo introducido por su seguro servidor— por el prócer encaramado en el Ejecutivo, contingentes perfectamente uniformados para que se dejara ver el apoyo de tal o cual oficina gubernamental, y algunos cantautores interpretando corridos compuestos con el único fin de elogiar los hechos ciertos —y los inventados también— de un año más de administración.

El prócer en la más alta tribuna, inmaculado, brillando con luz propia, haciendo palidecer a sus adversarios políticos con esa oratoria que le copiaban hasta en el más ínfimo rincón de la patria. Discursos prolongados, llenos de retruécanos, que lograban que se prolongara la romántica relación entre pueblo y gobierno. Papá gobierno y sus hijos pródigos. Se me enchina el cuero nomás de recordarlo.

Hasta que se acabó el carro descubierto, la lluvia de papelitos tricolores, los pasacalles atravesados por todas las avenidas principales con la cara del gobernante en turno, y llegaron las máscaras de marrano, las interpelaciones y las cartulinas de reproche y crítica. Pero hasta esas eran parte del esperado día del informe. Se contaban los aplausos, cuántos de ellos habían sido ovaciones de pie, cuántos minutos duraban, cuántas veces se había detenido el orador a tomar agua, cuántas interrupciones había sufrido y hasta quién había ganado el aplausómetro —porque el futurismo siempre ha sido lo nuestro, tratándose de política—.

El carro descubierto se convirtió en autobús en la época de Zedillo. Los papelitos se esfumaron. Las porras se volvieron gritos y sombrerazos. Las fuerzas vivas se dedicaron a pintar grafitis. Desaparecieron los contingentes con las mantas de agradecimiento. Los dignatarios extranjeros se fueron a ver si ponía la marrana. El recuento de los aplausos y su duración se volvió una competencia por conocer el gesto más atrabiliario contra el depositario del Poder Ejecutivo. Ahora ni a banda presidencial llegamos.

Todo se limita es una sillita en medio de un escenario en el que el único actor monopoliza la atención. No somos nada. Además, luego resulta que no hay nada que informar. Ya ni siquiera nos distraen con los artificios del poder.

Mail: felgonre@gmail.com @FelipeGlz


No sé ustedes, mis estimados y finos cuatro lectores, pero el arriba firmante sí extraña el día del presidente. O el día del gobernador. El día del informe.

Añoro los papelitos en los colores verde, blanco y colorado cayendo como en diluvio al paso de carro descubierto en el que nuestro gran tlatoani —de aquellos tiempos, me refiero— hacía el recorrido entre la residencia oficial y el edificio del Poder Legislativo donde ya lo esperaban prestos y esperanzados los legisladores y las fuerzas vivas.¡Qué tiempos aquellos!

Los millennials y otras tribus de la actualidad no conocen la sensación de fiesta y jolgorio que significaba un día de descanso obligatorio, porque el informe lo era, enjaezado con toda clase de porras y expresiones de afecto el mero mero petatero —presidente o gobernador, porque lo que sucedía en lo federal se reproducía puntualmente en lo local—.

Prolongados minutos de aplausos, mantas de reconocimiento en el que el líder fulano de tal expresaba su admiración ad náuseam —sírvanse investigar el latinazgo introducido por su seguro servidor— por el prócer encaramado en el Ejecutivo, contingentes perfectamente uniformados para que se dejara ver el apoyo de tal o cual oficina gubernamental, y algunos cantautores interpretando corridos compuestos con el único fin de elogiar los hechos ciertos —y los inventados también— de un año más de administración.

El prócer en la más alta tribuna, inmaculado, brillando con luz propia, haciendo palidecer a sus adversarios políticos con esa oratoria que le copiaban hasta en el más ínfimo rincón de la patria. Discursos prolongados, llenos de retruécanos, que lograban que se prolongara la romántica relación entre pueblo y gobierno. Papá gobierno y sus hijos pródigos. Se me enchina el cuero nomás de recordarlo.

Hasta que se acabó el carro descubierto, la lluvia de papelitos tricolores, los pasacalles atravesados por todas las avenidas principales con la cara del gobernante en turno, y llegaron las máscaras de marrano, las interpelaciones y las cartulinas de reproche y crítica. Pero hasta esas eran parte del esperado día del informe. Se contaban los aplausos, cuántos de ellos habían sido ovaciones de pie, cuántos minutos duraban, cuántas veces se había detenido el orador a tomar agua, cuántas interrupciones había sufrido y hasta quién había ganado el aplausómetro —porque el futurismo siempre ha sido lo nuestro, tratándose de política—.

El carro descubierto se convirtió en autobús en la época de Zedillo. Los papelitos se esfumaron. Las porras se volvieron gritos y sombrerazos. Las fuerzas vivas se dedicaron a pintar grafitis. Desaparecieron los contingentes con las mantas de agradecimiento. Los dignatarios extranjeros se fueron a ver si ponía la marrana. El recuento de los aplausos y su duración se volvió una competencia por conocer el gesto más atrabiliario contra el depositario del Poder Ejecutivo. Ahora ni a banda presidencial llegamos.

Todo se limita es una sillita en medio de un escenario en el que el único actor monopoliza la atención. No somos nada. Además, luego resulta que no hay nada que informar. Ya ni siquiera nos distraen con los artificios del poder.

Mail: felgonre@gmail.com @FelipeGlz