/ miércoles 1 de septiembre de 2021

Repique Inocente | Un día cualquiera

En el pasado no muy lejano imperaba la veneración a la figura presidencial. El presidente de la república era como Don Dios. El gobernador del estado, era como un semidiós. Y así, hacia abajo, en la escala gubernamental, senadores, diputados y presidentes municipales eran figuras de culto. Uno hacía una especie de genuflexión verbal al referirse a cualesquiera de los antes citados.

A finales de la década de los setentas y principios de los ochentas, cuando el arriba firmante cursaba su educación básica en la egregia primaria “Coronel Filiberto Gómez”, de la cabecera municipal de Jocotitlán, el fervor por el presidente rayaba en el sadismo, porque era obligatorio entregar un reporte escrito de lo dicho por el presidente de la república en su informe de gobierno del primero de septiembre. Los niños estaban pegados dos o tres horas al radio o la televisión para no perderse ni una palabra del jefe del Poder Ejecutivo federal. La materialización de la patria con banda tricolor cruzada al pecho.

Era el día del presidente. De la encarnación del huey tlatoani mexica, al que se le quemaba incienso y se le reverenciaba como a la personificación de “papá gobierno”.

Volaban por la calles del centro de la Ciudad de México papelitos tricolores —eso decían las crónicas, porque en mi infancia la televisión era en blanco y negro— y el presidente desfilaba en carro descubierto recibiendo la aclamación popular, mientras a su lado corrían incansables los efectivos del Estado Mayor Presidencial. A su paso estallaban las porras y los aplausos, el pueblo se prodigaba hacia su gobernante que de forma displicente se dejaba querer, agitando el brazo en señal de saludo —y de cuando en cuando abrazando espontáneos niños o ancianos aparecidos a su paso—.

En el Congreso de la Unión el culto al presidente no era menor. Las ovaciones de pie. Las interrupciones hechas de aplausos que se prologaban por minutos. Y hasta la lágrima emocionada de idolatría.

¡Qué tiempos aquellos! Los faraónicos informes de gobierno. Que se rompieron cuando un Marco Rascón llegó a su curul armado de una máscara de cochino y un Porfirio Muñoz Ledo —trocado en opositor al régimen que había ayudado a construir— inauguró las interpelaciones.

El ídolo tenía pies de barro. Se acabaron los papelitos tricolores. El acarreo de “las fuerzas vivas” empulcadas. Desaparecieron las representaciones de los “tres sectores”. Esfumado el interminable besamanos, hasta el carro descubierto se oxidó. Del tlatoani sólo quedó el huey. Ahora ni Estado Mayor tenemos. El oropel se desgastó, al grado de que los invitados caben en un patio de palacio nacional… con sana distancia. Y en vez de un colosal informe anual, la ceremonia se adocenó.

El día del informe hasta perdió su cualidad de ser día de descanso obligatorio. En unos pocos años se volvió un día cualquiera en el calendario. El culto a la personalidad será hoy, si acaso, un meme socarrón.

***

Director del noticiario Así Sucede de Grupo Acir Toluca.

Mail: felgonre@gmail.com. Twitter: @FelipeGlz.

En el pasado no muy lejano imperaba la veneración a la figura presidencial. El presidente de la república era como Don Dios. El gobernador del estado, era como un semidiós. Y así, hacia abajo, en la escala gubernamental, senadores, diputados y presidentes municipales eran figuras de culto. Uno hacía una especie de genuflexión verbal al referirse a cualesquiera de los antes citados.

A finales de la década de los setentas y principios de los ochentas, cuando el arriba firmante cursaba su educación básica en la egregia primaria “Coronel Filiberto Gómez”, de la cabecera municipal de Jocotitlán, el fervor por el presidente rayaba en el sadismo, porque era obligatorio entregar un reporte escrito de lo dicho por el presidente de la república en su informe de gobierno del primero de septiembre. Los niños estaban pegados dos o tres horas al radio o la televisión para no perderse ni una palabra del jefe del Poder Ejecutivo federal. La materialización de la patria con banda tricolor cruzada al pecho.

Era el día del presidente. De la encarnación del huey tlatoani mexica, al que se le quemaba incienso y se le reverenciaba como a la personificación de “papá gobierno”.

Volaban por la calles del centro de la Ciudad de México papelitos tricolores —eso decían las crónicas, porque en mi infancia la televisión era en blanco y negro— y el presidente desfilaba en carro descubierto recibiendo la aclamación popular, mientras a su lado corrían incansables los efectivos del Estado Mayor Presidencial. A su paso estallaban las porras y los aplausos, el pueblo se prodigaba hacia su gobernante que de forma displicente se dejaba querer, agitando el brazo en señal de saludo —y de cuando en cuando abrazando espontáneos niños o ancianos aparecidos a su paso—.

En el Congreso de la Unión el culto al presidente no era menor. Las ovaciones de pie. Las interrupciones hechas de aplausos que se prologaban por minutos. Y hasta la lágrima emocionada de idolatría.

¡Qué tiempos aquellos! Los faraónicos informes de gobierno. Que se rompieron cuando un Marco Rascón llegó a su curul armado de una máscara de cochino y un Porfirio Muñoz Ledo —trocado en opositor al régimen que había ayudado a construir— inauguró las interpelaciones.

El ídolo tenía pies de barro. Se acabaron los papelitos tricolores. El acarreo de “las fuerzas vivas” empulcadas. Desaparecieron las representaciones de los “tres sectores”. Esfumado el interminable besamanos, hasta el carro descubierto se oxidó. Del tlatoani sólo quedó el huey. Ahora ni Estado Mayor tenemos. El oropel se desgastó, al grado de que los invitados caben en un patio de palacio nacional… con sana distancia. Y en vez de un colosal informe anual, la ceremonia se adocenó.

El día del informe hasta perdió su cualidad de ser día de descanso obligatorio. En unos pocos años se volvió un día cualquiera en el calendario. El culto a la personalidad será hoy, si acaso, un meme socarrón.

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Director del noticiario Así Sucede de Grupo Acir Toluca.

Mail: felgonre@gmail.com. Twitter: @FelipeGlz.