Dos ríos corren en paralelo. Se unen justo en un pequeño llano ubicado al interior de la zona boscosa de Avándaro. En este lugar donde reina la paz al 'son' de la corriente de los afluentes, se realizaría una celebración nupcial en tiempos del México prehispánico; sin embargo, algo trágico sucedió.
La tradición oral dice que dicha ceremonia de amor sería entre una doncella y un distinguido miembro de etnia Mazahua que habitaba con gran influencia en la región de Temascaltepec.
Múltiples relatos se cuentan entre los habitantes de Valle de Bravo. En todos ellos, se coincide en que el amor que se tenían era similar al que sentían por sus deidades, siendo el más puro y leal que había entre dos personas de esta región. La relación causaba alegría entre los suyos pero también envidia en aquellos que no deseaban la prosperidad para la nueva familia que se formaría.
El relato dice que está envidia se debía a que la etnia Mazahua se fortalecería con dicha unión y serviría para su expansión hacia los territorios de Valle de Bravo, el cual era dominado por la etnia Matlatzinca.
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La historia cuenta que, como estrategia bélica, una mujer Matlatzinca propició un encuentro casual en el camino de Temascaltepec hacia aquel sitio que se encontraba en lo que hoy conocemos como Valle de Bravo. Ella dio a beber un brebaje al hombre mazahua que le provocaría caer en un sueño tan profundo que no llegaría a la celebración de su compromiso, al día siguiente. Nadie lo vio, buscó o extrañó al hombre mazahua hasta la hora que estuvo que estar frente al altar.
Su prometida llena de ilusión portaba un vestido de manta, blanco como la limpieza que se veía tras el agua de los afluentes que pasaban por dónde se celebraría la unión; una tiara de flores de la región y el mejor calzado de piel que le pudieron tejer.
El hombre no llegó. Es más, se rumoró que había sido cautivado por una mujer Matlatzinca que se veía en el camino de ida a Temascaltepec, y por ello, había decidido no llegar. La novia no soportó el dolor y llorando echó a andar sus pies, corriendo con un gran desconcierto sin saber qué rumbo tomar en su vida.
Llegó a un peñasco, donde se formaba una pequeña cascada, producto de los dos afluentes que pasaban unos metros hacia arriba del monte, y que se unían para formar tal caída de agua. Sin pesarlo dos veces, entregó su alma a los dioses Mazahuas para remediar su gran dolor. Y pidió por la fertilidad de la tierra en ese lugar, y por la supervivencia de su etnia.
Los dioses la aceptaron y en un acto de amor por los suyos se tiró al peñasco, muriendo en las rocas que lo formaban. Días después, y con un gran desconcierto, el hombre despertó y corrió al lugar de su boda pensando que era el gran día pero, al llegar, solo vio a la misma mujer Matlatzinca en el lugar ceremonial, quién le contó la tragedia de su amada con cierto arrepentimiento, y pidió clemencia a él a los Dioses para que su castigo no fuera severo.
Los Dioses la escucharon, y la inmortalizaron en un árbol para que vigilara aquella zona y a quienes mostraran su amor. El hombre llegó hasta el peñasco, y llorando, pidió por la unión con su amada para siempre.
La tradición dice que el amor que sentían uno por el otro fue más que suficiente para que los Dioses tomarán el corazón del hombre y lo azotaron contra la tierra convirtiéndose en una piedra, de la cual, brota el agua que formó una nueva cascada. Esta es más grande de altura, y en su caída se forma un tul blanco, simulando las vestiduras de la novia que ahí había muerto.
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Los Dioses bendijeron el lugar y lo bautizaron como la cascada de la Novia. Los oriundos de la región decidieron nombrar “El Velo de Novia”, por la apariencia que se formaba por la caída, como si un velo cubriera las piedras con las que murió la mujer mazahua, y, al corazón de su hombre.
Desde entonces, quienes expresan su amor en este lugar son bendecidos por los Dioses Mazahuas, vigilados por un árbol que nunca se mueve (la mujer Matlatzinca) y por el corazón de aquel hombre del que mana el agua de la cascada.