La vista a la ciudad desde el Circuito Matlazincas se pierde entre tendederos de cables y tanques estacionarios sobre el techo laminado del mercado 16 de Septiembre. Debajo de ese techo hay un hervidero de locales: chalanes, verduleros, fruteros, tarotistas, floristas, carniceros y polleros.
También franeleros. Ellos se instalan sobre la calle de Rayón y un pedazo del Circuito, a espaldas del zoco. Allí es donde hay más espacio para improvisar estacionamientos y ganarse unas monedas vigilando sobre sus botes de bajo de una jardinera y un árbol.
Es un pedazo de calle donde ponen botes, echan su franela al aire para atraer a los clientes y ven bajar a los “compas” del barrio de Apinahuizco y la Teresona. Pareciera que ese pedazo de Circuito es otro mundo. Uno muy lejano al hervidero que se cuece a unos metros y debajo de ese techo laminado del mercado.
En una de esas jardineras, a la sombra de un fresno, aguarda a sus clientes “El Brandon”. Está sentado sobre un bote con la franela en el hombro izquierdo y a su costado, apilada sobre la jardinera, está una cruz blanca con un ramo de crisantemos del mismo color.
La pusieron hace un mes en honor a don Juan. Era otro franelero de los que “pesean” la vida cuidando y limpiando coches a espaldas del 16. Y a quien se le fue la vida en un suspiro.
“Yo lo cargué cuando le llegó el dolor”, explica Brandon sentado en la jardinera, en el mismo sitio donde quedó el cuerpo de don Juanito el 15 de agosto pasado.
“Yo estaba aquí y lo miré cuando venía subiendo los escalones”, dice señalando unos escalones de cemento.
“Me apaniqué, cómo le diré, me quedé tieso”, intenta explicar con palabras llanas que no le salen por completo, con el acento del viejo barrio de Apinahuizco.
“Pobre don Juanito”, explaya el joven de la franela roja mientras se persigna frente a la cruz, que tiene tatuado el nombre de don Juan.
El franelero tiene rostro de niño. Lleva puestos unos pantalones de mezclilla desgastados, una playera azul y encima una sudadera gris que se remanga por encima de los codos. Carga sobre el cuello una figura de la Santísima y se cubre el sol con una gorra blanca echada hacía la nuca.
El espacio de don Juan ahora lo ocupa Brandon, es algo así como su herencia. “Yo me quedé con el lugar, me toca esta hilera”, explica.
Aquella tarde, el cuerpo de don Juanito quedó tendido sobre una lluvia que comenzaba a chispear desde el cerro de la Teresona. Los paramédicos lo cubrieron con una sábana blanca cuando supieron que la vida del franelero se había ido en un suspiro.
“Lo venía deteniendo con mi mano derecha y me agarró fuerte y luego se hincó y ya no se pudo levantar”, describe para saltar de una escena a otra en los recuerdos.
“La verdad cómo le diré, me sentí mal y dejé de venir a chambear”, añade para confirmar. “La gente me empezó a preguntar cosas”.
La cruz de don Juan apareció unos días después en la jardinera. Hubo un ramillete de flores y veladoras. Ese tramo de Circuito es otro mundo. Uno donde se comparte la sopa, el medio kilo de tortillas y una Coca Cola de dos litros. Los clientes no se pelean, se ceden al que lleva menos pesos.
A don Juanito lo estimaban, por ese corazón abierto que echaba al hombro igual que su franela.
“El año pasado se murió mi tío, también chambeaba aquí”, dice Brandon mirando la cruz en el árbol.