/ martes 2 de noviembre de 2021

El duende de los magueyes de La Teresona

La calle de las Cañitas y el grito de la Llorona, son también parte de lo que se cuenta en los antiguos barrios de Toluca

Don Luis había pasado muchas veces por la calle de Doroteo Arango para llegar a su casa. Era un camino casi de memoria, pero hubo algunas noches en que los ojos le temblaban más que los huesos, porque sabía que ese ente, del tamaño de un niño, se le aparecería y lo miraría con el rostro negro oculto entre las sombras de la noche.

La calle Doroteo Arango era una terracería hace unos 35 años, recuerda don Luis. Era un tramo muy empinado y el único paso para subir al barrio de La Teresona.

“Lo vi varias veces, nunca de la cara pero yo digo que era un duende”, cuenta don Luis sobre la anécdota sobrenatural, de esas que suceden, aunque no se crea en ellas.

La historia la recuerda aún fresca en la memoria y aunque hasta ahora pocos le creen, dice que se le entumecen los huesos, cuando vuelve a mirar en sus recuerdos el rostro en la oscuridad de aquel ente que lo miraba desde los magueyes cada vez que pasaba.

El paso estaba serpenteado de extremo a extremo por plantas de maguey, que solo dejaban un camino estrecho de dos metros para subir y bajar. Un camino que pocos se atrevían a pasar de noche, menos don Luis.

En la subida más empinada es donde dice don Luis que se aparecía el espíritu vestido con saco y unos pantalones maltrechos. Lo miró pero nunca lo escuchó decir algo, solo lo vigilaba cuando pasaba.

Era un humanoide que medía un metro de altura, como si fuera un niño desnutrido y que se colgaba de los magueyes y se asomaba al camino, cuenta don Luis.

“La primera vez que se me apareció estaba en un maguey asomado, mirándome que me alejaba del camino”.

La segunda vez que apareció, apaciguaba la noche, era noviembre, de esas noches con los fríos que llegan del volcán a Toluca, y se entumece más el cuerpo y si hay viento parece que silba.

Eran pasadas las diez de la noche, la hora en que a don Luis le daba más miedo subir por el camino de los magueyes.

Esa vez iba silbando, quería apaciguar sus nervios. Don Luis miraba a sus extremos, entre los magueyes y no podía evitar seguir silbando y el camino se hacía un paso sin fin.

De su costado derecho, mientras silbaba, algo le entumeció la cara. Parecía que el silbido de don Luis hubiera atraído al ente.

En una acción casi espontánea, como cuando el cuerpo reacciona para defenderse, miró al humanoide colgado de los magueyes y con el saco, los pantalones y el rostro negro.

“Lo recuerdo bien, traía un saquito y unos pantalones de esos que usan los teporochos, pero con cuerpo de niño”, relata don Luis.

No sería la única vez que miraría al espectro, sucedería otras siete veces más, casi a la misma hora y en noches de noviembre en que el viento tiembla.

Luego de 35 años de las apariciones, en el mismo paso, ahora hay construcciones y justo donde allí, en donde estaban los magueyes, ahora hay una anciana que vende tortillas hechas a mano y que también conoce la historia del Duende de los magueyes.

La calle de las Cañitas y el grito de la Llorona

En algunos años, hubo una calle que era conocida como la “calle de las Cañitas”, y que también tuvo el apodo de la “calle de la perdición”. Ahora solo se le nombre Santos Degollado y es un corredor que divide al centro de Toluca con los barrios tradicionales.

El tramo era conocido así, porque cada fin de año en el tramo de Rayón y Sor Juana se instalaban los vendedores de caña. Y el otro apodo es, porque también el tramo reunía a prostitutas y hombres de vicio que salían de la vecindad conocida como “Las Catacumbas” y quienes se extraviaban en las noches y armaban escándalos entre la lujuria y el vicio.

Por eso, don Luis cree que allí, se escuchó alguna vez el grito de la Llorona.

“Yo sí la escuché, y cada vez que gritaba, moría alguien”, recuerda don Luis.

Don Luis tenía unos siete años de edad, y para esos años su familia rentaba unos cuartos en una de las vecindades de la calle de las Cañitas. La vecindad tenía un portón de madera que crujía cuando se abría y cerraba.

Pero esa vez, nadie la abrió, ni el viento que soplaba esa temporada. Había sido un grito tenebroso, doliente y que traía un eco que zumbaba en los oídos, cuenta don Luis.

El padre de don Luis, era un hombre grueso y valiente. Y se había hecho de una carabina patera, con la cual, una noche salió al patio, cuando escuchó que el grito ese, el de una mujer en la calle, había vuelto a abrir el portón.

“Mi padre se puso a vigilar una vez para ver quién entraba y dispararle”, cuenta don Luis.

Esa noche el grito volvió a escucharse a la medianoche, cuando todos dormían menos don Luis y su padre. El lamento de mujer volvió a abrir el zaguán de madera y el hombre preparó su arma. Pero nadie entró, solo la brisa fría.

Al siguiente día la familia de don Luis supo que uno de los arrendadores de la vecindad había fallecido.

“Pasó dos veces, y dos personas murieron luego”, cuenta don Luis.

Los incrédulos de la vecindad, al fin creyeron que pudo haber sido el grito de la mujer, la que provocó las dos muertes y desde entonces instalaron un altar de la Virgen en la entrada y echaban rezos cada vez que el bullicio de la calle de las Cañitas se adueña de las noches.

Don Luis había pasado muchas veces por la calle de Doroteo Arango para llegar a su casa. Era un camino casi de memoria, pero hubo algunas noches en que los ojos le temblaban más que los huesos, porque sabía que ese ente, del tamaño de un niño, se le aparecería y lo miraría con el rostro negro oculto entre las sombras de la noche.

La calle Doroteo Arango era una terracería hace unos 35 años, recuerda don Luis. Era un tramo muy empinado y el único paso para subir al barrio de La Teresona.

“Lo vi varias veces, nunca de la cara pero yo digo que era un duende”, cuenta don Luis sobre la anécdota sobrenatural, de esas que suceden, aunque no se crea en ellas.

La historia la recuerda aún fresca en la memoria y aunque hasta ahora pocos le creen, dice que se le entumecen los huesos, cuando vuelve a mirar en sus recuerdos el rostro en la oscuridad de aquel ente que lo miraba desde los magueyes cada vez que pasaba.

El paso estaba serpenteado de extremo a extremo por plantas de maguey, que solo dejaban un camino estrecho de dos metros para subir y bajar. Un camino que pocos se atrevían a pasar de noche, menos don Luis.

En la subida más empinada es donde dice don Luis que se aparecía el espíritu vestido con saco y unos pantalones maltrechos. Lo miró pero nunca lo escuchó decir algo, solo lo vigilaba cuando pasaba.

Era un humanoide que medía un metro de altura, como si fuera un niño desnutrido y que se colgaba de los magueyes y se asomaba al camino, cuenta don Luis.

“La primera vez que se me apareció estaba en un maguey asomado, mirándome que me alejaba del camino”.

La segunda vez que apareció, apaciguaba la noche, era noviembre, de esas noches con los fríos que llegan del volcán a Toluca, y se entumece más el cuerpo y si hay viento parece que silba.

Eran pasadas las diez de la noche, la hora en que a don Luis le daba más miedo subir por el camino de los magueyes.

Esa vez iba silbando, quería apaciguar sus nervios. Don Luis miraba a sus extremos, entre los magueyes y no podía evitar seguir silbando y el camino se hacía un paso sin fin.

De su costado derecho, mientras silbaba, algo le entumeció la cara. Parecía que el silbido de don Luis hubiera atraído al ente.

En una acción casi espontánea, como cuando el cuerpo reacciona para defenderse, miró al humanoide colgado de los magueyes y con el saco, los pantalones y el rostro negro.

“Lo recuerdo bien, traía un saquito y unos pantalones de esos que usan los teporochos, pero con cuerpo de niño”, relata don Luis.

No sería la única vez que miraría al espectro, sucedería otras siete veces más, casi a la misma hora y en noches de noviembre en que el viento tiembla.

Luego de 35 años de las apariciones, en el mismo paso, ahora hay construcciones y justo donde allí, en donde estaban los magueyes, ahora hay una anciana que vende tortillas hechas a mano y que también conoce la historia del Duende de los magueyes.

La calle de las Cañitas y el grito de la Llorona

En algunos años, hubo una calle que era conocida como la “calle de las Cañitas”, y que también tuvo el apodo de la “calle de la perdición”. Ahora solo se le nombre Santos Degollado y es un corredor que divide al centro de Toluca con los barrios tradicionales.

El tramo era conocido así, porque cada fin de año en el tramo de Rayón y Sor Juana se instalaban los vendedores de caña. Y el otro apodo es, porque también el tramo reunía a prostitutas y hombres de vicio que salían de la vecindad conocida como “Las Catacumbas” y quienes se extraviaban en las noches y armaban escándalos entre la lujuria y el vicio.

Por eso, don Luis cree que allí, se escuchó alguna vez el grito de la Llorona.

“Yo sí la escuché, y cada vez que gritaba, moría alguien”, recuerda don Luis.

Don Luis tenía unos siete años de edad, y para esos años su familia rentaba unos cuartos en una de las vecindades de la calle de las Cañitas. La vecindad tenía un portón de madera que crujía cuando se abría y cerraba.

Pero esa vez, nadie la abrió, ni el viento que soplaba esa temporada. Había sido un grito tenebroso, doliente y que traía un eco que zumbaba en los oídos, cuenta don Luis.

El padre de don Luis, era un hombre grueso y valiente. Y se había hecho de una carabina patera, con la cual, una noche salió al patio, cuando escuchó que el grito ese, el de una mujer en la calle, había vuelto a abrir el portón.

“Mi padre se puso a vigilar una vez para ver quién entraba y dispararle”, cuenta don Luis.

Esa noche el grito volvió a escucharse a la medianoche, cuando todos dormían menos don Luis y su padre. El lamento de mujer volvió a abrir el zaguán de madera y el hombre preparó su arma. Pero nadie entró, solo la brisa fría.

Al siguiente día la familia de don Luis supo que uno de los arrendadores de la vecindad había fallecido.

“Pasó dos veces, y dos personas murieron luego”, cuenta don Luis.

Los incrédulos de la vecindad, al fin creyeron que pudo haber sido el grito de la mujer, la que provocó las dos muertes y desde entonces instalaron un altar de la Virgen en la entrada y echaban rezos cada vez que el bullicio de la calle de las Cañitas se adueña de las noches.

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