Toluca, México.- Anayeli y Toño, uno de ocho, la otra de 11 años, sonríen con inocencia mientras comen unas tortillas tibias y una sopa instantánea. Es lo único que llega a sus estómagos como almuerzo, comida y cena. Hace semanas no prueban otro alimento desde su salida de Chiapas.
El viaje que los niños tsotsiles hacen desde Chiapas hasta Toluca es de más de 18 horas, en camión y sin probar bocado más que galletas y tortas, todos acarreados por sus padres, quienes también “mendigan el pan” en los semáforos. Migran por la pobreza.
Toño y su hermana Anayeli, ignoran que se han vuelto niños de la calle, porque ven que otros pequeños de su edad también hacen malabares y limpian parabrisas.
“Llegamos antier, venimos con mi mamá”, explica en frases cortas Anayeli, haciendo esfuerzos para hablar español, mientras sonríe con timidez y no deja de comer su tortilla.
Ambos se dan un descanso de a ratos y luego saltan nuevamente al cruce de Tollocan con Díaz Mirón.
En otros cruceros la realidad se repite. Los niños migrantes de otros estados, sobre todo de Chiapas, y los que llegan de Guatemala, Honduras y el Salvador, han comenzado a ser más. Toluca es la otra ruta migrante, a la que llegan familias enteras.
“Yo hago malabares con las pelotas y me pinto de payasito”, comenta Toño. Es más tímido que su hermana, lleva puesta una peluca y maquillaje con chapas sobre el rostro. También embucha una sopa instantánea como su único banquete del día.
Anayeli lleva puesto sus ropas tradicionales que usan los tsotsiles, en fondos negros y bordados en morado. Lo luce hermoso con unos huaraches viejos. Ese traje en la ciudad se ha vuelto símbolo de tristeza, pues cada vez son más los grupos de mujeres que se instalan en los semáforos cargando bebés para hacer malabares.
Ahora incluso los niños tsotsiles como Ana y Toño, se miran limosnear, abandonaron la escuela y su lugar de origen para sobrevivir.
¿Iban a la escuela? -Sí, allá en mi pueblo, aquí nos trajimos la libreta, menciona Anayeli.
Pasan los minutos de descanso y los dos pequeños se lanzan de nuevo a los semáforos: “Li´ote jpoxtavanej (hola, buenos días)”, saluda Ana en su lengua para despedirse. Luego ambos se pierden entre los vehículos.
En otro extremo de la ciudad, Amaya, joven madre hondureña, explica que la leche en polvo que compró hace unos días se le acabó. Su pequeña Mayra no demorará en pedir de comer, pero los escapularios no se han vendido. Su andar migrante es cada vez más agotador y sus pequeños ya se han enfermado.
“¡Es muy duro! nos falta mucho por llegar, esperemos que los niños aguanten”, sostiene René, el jefe de la familia.
La familia migrante, que carga con Damián, de cinco años y Mayra, de dos, salieron huyendo de la violencia de las pandillas de Puerto Cortés, Honduras.
“Salimos de Honduras porque tuvimos problemas, nos extorsionaban y me querían matar a mí y a mis hijos, hubieron muchas amenazas por eso nos salimos”, argumenta René, temeroso de la realidad que los obligó a migrar.
En el cruce de La Maquinita llevan unos tres días, de a ratos con los semáforos en rojo saltan al asfalto con Damian y Mayra cargados sobre los hombros para vender los escapularios, cuando se puede, sentados a la sombra de un árbol para descansar.
Sobre las espaldas Amaya carga una mochila, al igual que René, de la que sobresale la mamila de la pequeña Mayra.
“Traemos lo que podemos, la niña usa pañales y les limpiamos con toallas desechables porque no hay donde bañarlos”, explica Amaya.
Ambos pequeños lucen aún fuertes, juegan sobre la banqueta cuando el semáforo está en verde. Ignoran que su viaje los lleva a la frontera. Solo asimilan que es una aventura, es lo que sus padres les hacen entender.
En su viaje migrante, Amaya es quien los atiende y les da la poca comida que juntan en las paradas que hace “la Bestia”, el tren carguero al que se cuelgan los migrantes sudamericanos.
Un poco de sopa, tortilla o fruta, es a lo que se reduce su comida diaria. No hay más, incluso a veces sólo alcanza para los pequeños.
“Se me enfermaron en Orizaba en un albergue, donde nos bañamos y el agua venía con tierra”, recuerda la migrante.
La travesía con niños es más difícil, se duerme poco y se come menos, sostienen los padres migrantes.
Mientras se desarrolla la entrevista, Mayra y Damián juegan entre sí sobre la banqueta, se revuelcan y ríen como si estuvieran en su hogar en Honduras. Desconocen que su viaje conlleva hambre, huir de las pandillas de “Maras”, e incluso del narcotráfico, como Los Zetas.
Los pequeños hacen de su viacrucis una aventura, incluso saludan a los desconocidos que pasan a bordo de sus vehículos y les ofrecen comida.
Mayra viste unos tenis en rosa que casi se rompen y su hermano Damián, unos color negro y unos pantaloncillos rotos de las rodillas. Ambos siempre con sombrero o gorra para evitar lo duro del sol del día.
¿Y si aguantarán los niños? “Pues tienen que aguantar, no queda de otra”, aclara Amaya con una sonrisa nerviosa.
Durante toda la entrevista Mayra y Damián no dejan de jugar, los padres migrantes eso lo agradecen, pues saben que están bien y el hambre aún no les llega a la panza.
René se levanta del piso y en una sola maniobra se echa sobre los hombros a su pequeña. El día es joven y aún falta por conseguir las monedas que les darán de comer.
Para tomar en cuenta:
2 Estados son los que arrojan más migrantes nacionales
De 3 países llegan los niños
Entre 1 a 12 años tienen los niños migrantes
De 1 a 3 meses duran en Toluca
FRASE
Yo hago malabares con las pelotas y me pinto de payasito.
Toño, niño tsotsil migrante.