“Ya es hora jefecita”, dice un inspector que llegó al puesto de doña Raquel Salas, para recordarle que las banquetas tienen horarios y dueños. Luego el servidor se aleja, pero la tamalera sabe que es la advertencia anticipada, antes de posiblemente perder su mercancía.
“Todos los días me quitan de aquí a las ocho y media de la mañana”, reprocha la tamalera sin dejar de enrollar la telera y el tamal en un pedazo de papel para su clienta.
Hace 10 años la venta era fluida, con permisos en el bolsillo y podía vender hasta acabar con la mercancía, cuenta.
“Los tiempos cambian”, advierte la tamalera, como si llorara las palabras.
“No puedo dejar de vender, es lo único que tengo”, recrimina la mujer, porque, a sus 73 años, los estragos de las reumas y las cataratas de sus ojos le siguen cobrando factura.
Su cuerpo pequeño y encorvado apenas se asoma detrás del puesto instalado en la esquina de Paseo Colón y Paseo Tollocan. Se mueve con fluidez y destreza entre los botes de atole y una vaporera. Maniobra con las bolsas de servilletas y cucharas. Siempre está moviendo sus manos.
“Mi hijo, que ya murió, me dejó el puesto, y es con lo que vivo”, recuerda la mujer de la tercera edad.
Diez años en un negocio, resultaría inverosímil no haberle sacado provecho. Pero en el giro de doña Raquel se concilia con inspectores, permisos que se niegan y agrupaciones de comerciantes que se mueven como “mafias” en la venta de las mercancías informales.
“No estoy con ninguna asociación, sí me han dicho pero yo no quiero, a lo mejor por eso me quitan”, alude doña Raquel.
A diario, en su puesto, vende lo que le dejan y señala que ocurre lo mismo con el resto de tamaleras tradicionales ubicadas a lo largo de la avenida.
“Nos querían enviar a una plaza que está más adelante, pero no llega nadie allí”, reprocha la comerciante.
A sus 73 años, Raquel madruga. Comienza a preparar los tamales desde las tres de la madrugada y baja de Santiago Tlacotepec con la vaporera, una mesa y una sombrilla.
Su cuerpo es vigoroso, pese a sus enfermedades. Ella se considera con fortuna por poder vender tamales y no pedir limosnas.
“Yo quisiera que nos dejaran vender, no hacemos mal a nadie, además tengo los "vistos buenos" del DIF”, añade la mujer con las dos palmas temblorosas debido a la artritis y el frío de la mañana.
En su puesto también atienden dos nietos, uno que le ayuda a cobrar y otro que vende tortas para redondear el negocio familiar.
En la familia Salas hay historia y música, porque el padre y abuelo de doña Raquel le escribieron un corrido al ex gobernador Alfredo del Mazo Velez.
“Yo me acuerdo que mi padre le escribió un corrido al gobernador del Mazo”, hace memoria la vendedora y se emociona al contarlo. “Por eso le digo, que los tiempos cambiaron”, repone.
Pero en estos tiempos, los del siglo 21, doña Raquel debe sobrevivir de un pedazo de banqueta en Colón.
“Ojalá que a las tamaleras nos valoraran más, yo aprendí esto desde niña, pero los vendo desde hace diez años”, añade Raquel Salas.