/ viernes 1 de mayo de 2020

“Mientras los muertos no sean tus muertos, no entenderás la gravedad de los que estamos viviendo"

Una mexiquense radicada en los Estados Unidos desde hace una década, relata la vida en Nueva York en tiempos del Covid-19

Nueva York es la localidad norteamericana con mayor número de casos de Covid-19 confirmados con poco más de 213 mil casos y más de 11 mil muertes.

Actualmente, en términos de tasa de mortalidad per cápita, la ciudad superó a la de Italia, el país europeo con más fallecimientos por Covid-19. La situación se ha convertido en un "drama" para los millones de habitantes de la ciudad.

La redacción de El Sol de Toluca fue contactada por un mujer quien pidió ser identificada por Natalia, originaria del Estado de México y radicada en Nueva York desde hace diez años, para dar su testimonio de lo que ella ha visto en la ciudad en tiempos del Covid-19 y advierte: “mientras los muertos no sean tus muertos, no entenderás la gravedad de los que estamos viviendo"

A continuación reproducimos su relato:

Mi esposo y yo comenzamos el año 2020 convencidos de que sería un gran año. Teníamos en mente festejar en abril nuestro aniversario de bodas, cenando en un restaurant en Manhattan, y después ver un show en Broadway, llevar al niño en verano a una playa de Long Island y quizás a finales de año adquirir una casa.

El 6 de marzo

Logramos festejar el cumpleaños de nuestro hijo de 4 años. Mi esposo y yo pudimos descansar del trabajo, temprano fuimos al centro comercial para conseguir el pastel y todas las cosas para la celebración. Aquella ocasión fue la última vez que recuerdo la normalidad en lugares públicos.

Vivimos en los suburbios de New Jersey, mi esposo trabaja en Manhattan, el distrito más importante de la Ciudad de New York, como gerente de un restaurant, y yo trabajo en un centro de distribución de una empresa de tecnología en un área adyacente al aeropuerto de Teterbero, perteneciente al condado de Bergen en New Jersey. Ambos lugares continúan inmersos en los epicentros de la pandemia en New York y New Jersey.

Corría la segunda semana de marzo, alrededor de las 8:45 de la noche me disponía a comenzar una jornada de trabajo nocturna. Cuando arribo a mi centro de trabajo, y junto con mi compañera originaria de Honduras optamos por una noche fácil de trabajo y nos dirigimos a la primera línea en la que pensábamos registrar pocas cajas.

Aquella noche llamó nuestra atención la cantidad de cajas pertenecientes a la marca Lysol, que provee toallas sanitizadoras y gel antibacterial; además otras cajas eran más pesadas que de costumbre, y cuando llegaban a abrirse por el excesivo peso o la débil cinta que las blinda nos dábamos cuenta que en su mayoría eran productos no perecederos.

Nos cuestionamos del porqué la gente estaba demandando tales productos, a lo que mi compañera acertadamente respondió que era por el virus que ya se esparcía por el mundo y del cual ya se comentaba en las noticias. Soy una persona muy observadora y en mi trabajo estaban pasando cosas que para nada eran normales: la empresa comenzó a contratar un ejército de personas, la cantidad de nuevos empleados superaba en gran medida a la cantidad que participamos para la temporada de las fiestas navideñas, la mejor temporada de ventas para la empresa.

11 de marzo

Mi esposo, gran aficionado a los deportes, durante la cena me comentó lleno de sorpresa que la NBA había suspendió la temporada “hasta nuevo aviso”, después de que un jugador del Jazz de Utah dio positivo el miércoles por el coronavirus.

Ese mismo día la Organización Mundial de la Salud (OMS) anuncia también el nombre oficial de la nueva enfermedad: Covid-19 y se declara estado de pandemia.

A esa altura, todos teníamos claro que había un virus en el mundo, pero nadie estaba consciente que ya estaba perpetrando en nuestras comunidades silenciosamente. Entre la comunidad latina, una de las más afectadas por la pandemia, somos muy afectuosos al saludarnos.

Recuerdo que, por ese tiempo, la broma era saludarse golpeando el pie o el codo de la otra persona, pero nunca eliminando el contacto físico por completo, eso ya se vería más tarde cuando las autoridades forzaron a hacer la llamada “distancia social” que implica una distancia de 6 pies entre dos personas. ¡Quién podría imaginar que una persona sería un arma letal para otra persona!

12 de marzo

En mi centro de trabajo anunciaron un incremento en el pago por la hora trabajada, la compañía nos estaba remunerando por trabajar en condiciones peligrosas, pero gradualmente su ejército se vería mermado principalmente por el miedo y más tarde por la confirmación de varios casos de coronavirus. Asimismo, abrieron horas extras de trabajo para los siguientes días, yo acepté todos los turnos de la mañana, pero también tenía que cumplir con mi horario nocturno.

16 de marzo

El lunes recibiría una llamada de mi pareja diciéndome que no tendría días de descanso durante esa semana, pues tenía que inventariar y dejar listo el restaurant para cerrarlo, pues el virus ya estaba ganado bastante terreno en la ciudad y por lo tanto no podía cuidar de nuestro hijo mientras yo trabajaba.

Este virus, un enemigo invisible, estaba obligando al gobierno a cerrar restaurantes, negocios no esenciales y prohibiendo eventos masivos donde se congregarán más de 50 personas. Ese mismo día fue la última vez que la niñera de mi hijo aceptó cuidarlo, nunca le pregunté, pero me imagino que ella ya estaba entrando en pánico por las noticias que circulaban del virus que está matando sobre todo a los adultos mayores.

Mientras mi esposo trabajaba en la ciudad yo debía cuidar de mi hijo, el miedo me comenzaba a invadir, decidí ausentarme del trabajo el resto de la semana y de los 12 turnos que tenía programados solo pude trabajar 3. Fueron los días en que comenzaron las compras de pánico.

20 de marzo

Me levanté temprano ese viernes y me dirigí a un supermercado ubicado cerca de mi casa, entrando visualicé a un hombre que llevaba en su carro de compras un paquete de papel de baño, verlo me hizo caer en un impulso incontrolable de ir inmediatamente a los anaqueles de los rollos higiénicos y me apresuré a coger dos paquetes.

Embargada completamente por mi instinto de supervivencia también cogí paquetes de agua, varios paquetes de arroz, latas de frijoles y chiles, cereal, huevo, leche, café, salsa de tomate, azúcar, sal, aceite, galletas, atún, pasta, tortillas, vegetales; productos de aseo personal: pasta y cepillo de dientes, jabón de baño y algunos productos de limpieza como jabón de trastes y de ropa, clorox y vinagre. Los medicamentos como Tylenol fue algo que olvidé comprar previamente pero que eventualmente conseguí en una farmacia lejos de mi casa.

Hasta ese momento los supermercados no habían limitado la compra de los productos, pero para la última semana de marzo, si bien había suficiente abasto de comida, pero el consumo estaba limitado a dos paquetes o dos piezas y las filas para las cajas registradoras eran enormes e interminables.


La noche de ese viernes fue el último día de trabajo de mi esposo, llegó a la casa con una cara desencajada, después de 20 años de trabajo en la industria de la hospitalidad en la ciudad de mayor turismo en el mundo, estaba siendo obligado a tomar días o meses de descanso con la incertidumbre de ver a su empresa sobrevivir a esta crisis.

El escenario ya era perturbador para la última semana del mes, el clima no estaba a nuestro favor, pues todavía se sentía congelante y la lluvia lo acompañaba intermitentemente. Las cifras de muertes y de casos registrados por contagio eran por miles; los hospitales ya estaban a punto de ser rebasados en sus capacidades materiales y humanas; los centros comerciales todavía daban cuenta de sus anaqueles vacíos; varias empresas grandes y pequeñas ya estaban haciendo recorte de personal; las fronteras con Canadá ya estaban cerradas y el gobierno ya estaba poniendo medidas mucho más drásticas para detener la dispersión del virus: distanciamiento social, toque de queda, cierre de negocios no esenciales, prohibición de eventos masivos, cierre de parques y escuelas, la activación del programa de desempleo, entre otros.

Yo ya estaba sumergida en un mar de preocupaciones, porque no sabía si parar o seguir trabajando, ahora me tocaba a mi fortalecer económicamente a mi familia, decidí tomar nuevamente horas extras de trabajo por la mañana pesando que así conservaría mi empleo, pero no estaba haciendo el turno nocturno para no estar tanto tiempo expuesta al contagio del virus.

Me fui preparada a trabajar como cuando un soldado de guerra se mentaliza en el campo de batalla pues no sabe si regresará vivo o muerto y lo único que hace es pelear la batalla. Mis únicas armas de defensa eran mi cubrebocas, mis guantes y la gracia de Dios.

Puedo asegurar que millones de personas en el mundo entero estamos experimentado esta horrible paranoia de no saber si regresamos a nuestros hogares sanos o contagiados por el virus.

25 de marzo

Recuerdo haber escuchado el grito de una mujer afroamericana pidiendo ayuda y el cuerpo de un hombre que se había desvanecido estaba en el piso, los gerentes y el personal de seguridad corrieron a auxiliarlo. Yo estaba ahí parada sin poder creer que la muerte nos acompañaba, el alma me regresó al cuerpo cuando escuché que le preguntaron al hombre si estaba bien a lo que él asintió moviendo la cabeza, pero su cuerpo seguía inmóvil en el piso. Lo sacaron en una silla de ruedas y ya no he vuelto a saber de él.

Todos regresamos a trabajar, pero nuestro pensamiento se fue con aquel hombre, para mí fue la peor sensación que he tenido en toda mi vida. Al llegar a mi casa lloré tanto en los brazos de mi esposo, y mi hijo preguntaba -¿estás bien mami?- No le pude responder. La fatiga que mi cuerpo que estaba experimentando en los últimos días me venció y no desperté sino hasta el día siguiente. No tuve ningún síntoma que evidenciara un posible contagio de coronavirus, pero si estuve en los siguientes días sumergida en una profunda depresión.

28 de marzo

Me concedieron un permiso de trabajo para ausentarme por dos meses y comencé la cuarentena voluntaria para descartar un posible contagio. Desde ese momento empecé a recuperar mi salud física y emocional, la preocupación era menos, pero el miedo y la sensibilidad seguían ahí, lloraba todos los días por el hombre caído de mi trabajo y por los miles de personas que siguen muriendo cada día en todo el mundo.

10 de abril

Vamos por la cuarta semana de aislamiento, procuramos seguir todos los protocolos de limpieza en la casa, en el carro y al acudir a los supermercados. Hasta este momento me siento tranquila de saber que yo y mi familia estamos a salvo del contagio, afortunadamente mi esposo paró de trabajar a tiempo y yo pude retirarme de mi empleo sin ningún problema. La mejor decisión que hemos tomado es permanecer en casa y de esa manera colaborar a no ser parte de las terribles estadísticas.

La batalla contra el virus continua allá afuera, día y noche se percibe la calma, la lluvia es aún más estrepitosa que los escasos automóviles circulando en las calles, el único sonido en el que reparamos y duele en el pecho es el de las sirenas de las ambulancias respondiendo a algún llamado de emergencia.

La vida sigue para los que obedecemos la orden de quedarnos en casa para otros la batalla ha terminado, pero esto solo es temporal, no hay mal que dure cien años y nosotros quizá podamos cumplir nuestros sueños hasta el siguiente año.

Natalia es originaria del Estado de México y radica en la unión americana desde hace más de 10 años.

Nueva York es la localidad norteamericana con mayor número de casos de Covid-19 confirmados con poco más de 213 mil casos y más de 11 mil muertes.

Actualmente, en términos de tasa de mortalidad per cápita, la ciudad superó a la de Italia, el país europeo con más fallecimientos por Covid-19. La situación se ha convertido en un "drama" para los millones de habitantes de la ciudad.

La redacción de El Sol de Toluca fue contactada por un mujer quien pidió ser identificada por Natalia, originaria del Estado de México y radicada en Nueva York desde hace diez años, para dar su testimonio de lo que ella ha visto en la ciudad en tiempos del Covid-19 y advierte: “mientras los muertos no sean tus muertos, no entenderás la gravedad de los que estamos viviendo"

A continuación reproducimos su relato:

Mi esposo y yo comenzamos el año 2020 convencidos de que sería un gran año. Teníamos en mente festejar en abril nuestro aniversario de bodas, cenando en un restaurant en Manhattan, y después ver un show en Broadway, llevar al niño en verano a una playa de Long Island y quizás a finales de año adquirir una casa.

El 6 de marzo

Logramos festejar el cumpleaños de nuestro hijo de 4 años. Mi esposo y yo pudimos descansar del trabajo, temprano fuimos al centro comercial para conseguir el pastel y todas las cosas para la celebración. Aquella ocasión fue la última vez que recuerdo la normalidad en lugares públicos.

Vivimos en los suburbios de New Jersey, mi esposo trabaja en Manhattan, el distrito más importante de la Ciudad de New York, como gerente de un restaurant, y yo trabajo en un centro de distribución de una empresa de tecnología en un área adyacente al aeropuerto de Teterbero, perteneciente al condado de Bergen en New Jersey. Ambos lugares continúan inmersos en los epicentros de la pandemia en New York y New Jersey.

Corría la segunda semana de marzo, alrededor de las 8:45 de la noche me disponía a comenzar una jornada de trabajo nocturna. Cuando arribo a mi centro de trabajo, y junto con mi compañera originaria de Honduras optamos por una noche fácil de trabajo y nos dirigimos a la primera línea en la que pensábamos registrar pocas cajas.

Aquella noche llamó nuestra atención la cantidad de cajas pertenecientes a la marca Lysol, que provee toallas sanitizadoras y gel antibacterial; además otras cajas eran más pesadas que de costumbre, y cuando llegaban a abrirse por el excesivo peso o la débil cinta que las blinda nos dábamos cuenta que en su mayoría eran productos no perecederos.

Nos cuestionamos del porqué la gente estaba demandando tales productos, a lo que mi compañera acertadamente respondió que era por el virus que ya se esparcía por el mundo y del cual ya se comentaba en las noticias. Soy una persona muy observadora y en mi trabajo estaban pasando cosas que para nada eran normales: la empresa comenzó a contratar un ejército de personas, la cantidad de nuevos empleados superaba en gran medida a la cantidad que participamos para la temporada de las fiestas navideñas, la mejor temporada de ventas para la empresa.

11 de marzo

Mi esposo, gran aficionado a los deportes, durante la cena me comentó lleno de sorpresa que la NBA había suspendió la temporada “hasta nuevo aviso”, después de que un jugador del Jazz de Utah dio positivo el miércoles por el coronavirus.

Ese mismo día la Organización Mundial de la Salud (OMS) anuncia también el nombre oficial de la nueva enfermedad: Covid-19 y se declara estado de pandemia.

A esa altura, todos teníamos claro que había un virus en el mundo, pero nadie estaba consciente que ya estaba perpetrando en nuestras comunidades silenciosamente. Entre la comunidad latina, una de las más afectadas por la pandemia, somos muy afectuosos al saludarnos.

Recuerdo que, por ese tiempo, la broma era saludarse golpeando el pie o el codo de la otra persona, pero nunca eliminando el contacto físico por completo, eso ya se vería más tarde cuando las autoridades forzaron a hacer la llamada “distancia social” que implica una distancia de 6 pies entre dos personas. ¡Quién podría imaginar que una persona sería un arma letal para otra persona!

12 de marzo

En mi centro de trabajo anunciaron un incremento en el pago por la hora trabajada, la compañía nos estaba remunerando por trabajar en condiciones peligrosas, pero gradualmente su ejército se vería mermado principalmente por el miedo y más tarde por la confirmación de varios casos de coronavirus. Asimismo, abrieron horas extras de trabajo para los siguientes días, yo acepté todos los turnos de la mañana, pero también tenía que cumplir con mi horario nocturno.

16 de marzo

El lunes recibiría una llamada de mi pareja diciéndome que no tendría días de descanso durante esa semana, pues tenía que inventariar y dejar listo el restaurant para cerrarlo, pues el virus ya estaba ganado bastante terreno en la ciudad y por lo tanto no podía cuidar de nuestro hijo mientras yo trabajaba.

Este virus, un enemigo invisible, estaba obligando al gobierno a cerrar restaurantes, negocios no esenciales y prohibiendo eventos masivos donde se congregarán más de 50 personas. Ese mismo día fue la última vez que la niñera de mi hijo aceptó cuidarlo, nunca le pregunté, pero me imagino que ella ya estaba entrando en pánico por las noticias que circulaban del virus que está matando sobre todo a los adultos mayores.

Mientras mi esposo trabajaba en la ciudad yo debía cuidar de mi hijo, el miedo me comenzaba a invadir, decidí ausentarme del trabajo el resto de la semana y de los 12 turnos que tenía programados solo pude trabajar 3. Fueron los días en que comenzaron las compras de pánico.

20 de marzo

Me levanté temprano ese viernes y me dirigí a un supermercado ubicado cerca de mi casa, entrando visualicé a un hombre que llevaba en su carro de compras un paquete de papel de baño, verlo me hizo caer en un impulso incontrolable de ir inmediatamente a los anaqueles de los rollos higiénicos y me apresuré a coger dos paquetes.

Embargada completamente por mi instinto de supervivencia también cogí paquetes de agua, varios paquetes de arroz, latas de frijoles y chiles, cereal, huevo, leche, café, salsa de tomate, azúcar, sal, aceite, galletas, atún, pasta, tortillas, vegetales; productos de aseo personal: pasta y cepillo de dientes, jabón de baño y algunos productos de limpieza como jabón de trastes y de ropa, clorox y vinagre. Los medicamentos como Tylenol fue algo que olvidé comprar previamente pero que eventualmente conseguí en una farmacia lejos de mi casa.

Hasta ese momento los supermercados no habían limitado la compra de los productos, pero para la última semana de marzo, si bien había suficiente abasto de comida, pero el consumo estaba limitado a dos paquetes o dos piezas y las filas para las cajas registradoras eran enormes e interminables.


La noche de ese viernes fue el último día de trabajo de mi esposo, llegó a la casa con una cara desencajada, después de 20 años de trabajo en la industria de la hospitalidad en la ciudad de mayor turismo en el mundo, estaba siendo obligado a tomar días o meses de descanso con la incertidumbre de ver a su empresa sobrevivir a esta crisis.

El escenario ya era perturbador para la última semana del mes, el clima no estaba a nuestro favor, pues todavía se sentía congelante y la lluvia lo acompañaba intermitentemente. Las cifras de muertes y de casos registrados por contagio eran por miles; los hospitales ya estaban a punto de ser rebasados en sus capacidades materiales y humanas; los centros comerciales todavía daban cuenta de sus anaqueles vacíos; varias empresas grandes y pequeñas ya estaban haciendo recorte de personal; las fronteras con Canadá ya estaban cerradas y el gobierno ya estaba poniendo medidas mucho más drásticas para detener la dispersión del virus: distanciamiento social, toque de queda, cierre de negocios no esenciales, prohibición de eventos masivos, cierre de parques y escuelas, la activación del programa de desempleo, entre otros.

Yo ya estaba sumergida en un mar de preocupaciones, porque no sabía si parar o seguir trabajando, ahora me tocaba a mi fortalecer económicamente a mi familia, decidí tomar nuevamente horas extras de trabajo por la mañana pesando que así conservaría mi empleo, pero no estaba haciendo el turno nocturno para no estar tanto tiempo expuesta al contagio del virus.

Me fui preparada a trabajar como cuando un soldado de guerra se mentaliza en el campo de batalla pues no sabe si regresará vivo o muerto y lo único que hace es pelear la batalla. Mis únicas armas de defensa eran mi cubrebocas, mis guantes y la gracia de Dios.

Puedo asegurar que millones de personas en el mundo entero estamos experimentado esta horrible paranoia de no saber si regresamos a nuestros hogares sanos o contagiados por el virus.

25 de marzo

Recuerdo haber escuchado el grito de una mujer afroamericana pidiendo ayuda y el cuerpo de un hombre que se había desvanecido estaba en el piso, los gerentes y el personal de seguridad corrieron a auxiliarlo. Yo estaba ahí parada sin poder creer que la muerte nos acompañaba, el alma me regresó al cuerpo cuando escuché que le preguntaron al hombre si estaba bien a lo que él asintió moviendo la cabeza, pero su cuerpo seguía inmóvil en el piso. Lo sacaron en una silla de ruedas y ya no he vuelto a saber de él.

Todos regresamos a trabajar, pero nuestro pensamiento se fue con aquel hombre, para mí fue la peor sensación que he tenido en toda mi vida. Al llegar a mi casa lloré tanto en los brazos de mi esposo, y mi hijo preguntaba -¿estás bien mami?- No le pude responder. La fatiga que mi cuerpo que estaba experimentando en los últimos días me venció y no desperté sino hasta el día siguiente. No tuve ningún síntoma que evidenciara un posible contagio de coronavirus, pero si estuve en los siguientes días sumergida en una profunda depresión.

28 de marzo

Me concedieron un permiso de trabajo para ausentarme por dos meses y comencé la cuarentena voluntaria para descartar un posible contagio. Desde ese momento empecé a recuperar mi salud física y emocional, la preocupación era menos, pero el miedo y la sensibilidad seguían ahí, lloraba todos los días por el hombre caído de mi trabajo y por los miles de personas que siguen muriendo cada día en todo el mundo.

10 de abril

Vamos por la cuarta semana de aislamiento, procuramos seguir todos los protocolos de limpieza en la casa, en el carro y al acudir a los supermercados. Hasta este momento me siento tranquila de saber que yo y mi familia estamos a salvo del contagio, afortunadamente mi esposo paró de trabajar a tiempo y yo pude retirarme de mi empleo sin ningún problema. La mejor decisión que hemos tomado es permanecer en casa y de esa manera colaborar a no ser parte de las terribles estadísticas.

La batalla contra el virus continua allá afuera, día y noche se percibe la calma, la lluvia es aún más estrepitosa que los escasos automóviles circulando en las calles, el único sonido en el que reparamos y duele en el pecho es el de las sirenas de las ambulancias respondiendo a algún llamado de emergencia.

La vida sigue para los que obedecemos la orden de quedarnos en casa para otros la batalla ha terminado, pero esto solo es temporal, no hay mal que dure cien años y nosotros quizá podamos cumplir nuestros sueños hasta el siguiente año.

Natalia es originaria del Estado de México y radica en la unión americana desde hace más de 10 años.

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