Toluca, México.- Por las estrechas calles de Santiago Tlacotepec, donde sobresalen negocios de abarrotes, farmacias y misceláneas, hace 30 años dominaban los molinos para nixtamal, abiertos de par en par y con filas de mujeres ataviadas con rebozos que se formaban desde las cuatro de la mañana.
Aún hoy, entre los grandes anuncios, las marquesinas llamativas, se escoden los molinos sobrevivientes al tiempo.
Esta parte de la zona sur de la capital del Estado de México es tradicional por herencia y hasta el siglo pasado sus pobladores producían casi la totalidad de los alimentos que consumían, incluidas las tortillas hechas de la masa que molían en los molinos de gasolina.
“Ya ahorita hay poquitos, pero hace treinta años éramos muchos, aquí nos dedicábamos a hacer tortillas para vender en Toluca”, cuenta María Elena Mireles Romero, una mujer de 68 años y la última de las generaciones que aún tienen de sustento la molienda de maíz, chiles y mole.
Sobre la calle Morelos, en la colonia Cristo Rey, a las afueras de Tlacotepec, sobrevive el pequeño molino de María Elena, o doña Elenita, como la conocen sus clientes, que ahora llegan de vez en cuando.
- ¡Ya casi nadie muele! -lamenta Elenita. Su labor en el pueblo parece que muere con los años, al igual que ella.
La mujer de la tercera edad revela que se hizo de su primer molino a los 30 años, en sus años de joven, de ahí comenzó su negocio y pudo adquirir más.
“Nos parábamos a las cuatro de la mañana para comenzar a moler, venían todas las tortilleras con sus botes de treinta kilos y no nos dábamos abasto”, recordó Elenita.
Actualmente el molino de María Elena se abre a las 7:00 horas y se cierra hasta después de las 18:00 horas, sin embargo sus clientes son escasos, unos cinco por mucho a los que cobra 5 y 10 pesos. Una cuota de recuperación sólo para pagar la luz. No lo clausura por el cariño a su oficio.
“Sale nada más para pagar la luz, ya no es negocio esto, pero aquí seguimos, no lo cerramos”, argumenta doña María, que en realidad solventa sus gastos con una pequeña tienda que comparte con el molino y en el que vende hojas para tamales, semillas, chiles y mole.
En su local permanecen cinco molinos, uno para moler nixtamal, otro para chiles, uno más para despedazar moles, y otro para refinar harina y mole, equipados con la tolva, las turbinas y fresadoras.
En un rincón de su local se divisan las piedras circulares que hacen la función de despedazar el nixtamal, también cubetas a medio llenar de maíz.
“Las señoras que vienen ya nada más muelen para su comida, y en el de los moles sólo lo prendo cuando hay una fiestecita, porque ya ni dan mole ahora en las fiestas”, lamenta la mujer.
Actualmente en el pueblo de Tlacotepec existen unos 10 molinos abiertos todas las mañanas, a los que llegan las pocas mujeres que aún hacen tortillas a mano. Varios están instalados en el centro del pueblo y unos más a las afueras, como el de Elenita.
—Mis hijas ya se casaron, ya nada más yo atiendo, creo que nadie le va a seguir, —acepta doña Malena.
Se dice triste que no haya generaciones para seguir el oficio.
“Ya muriéndose uno, esto se va acabar, ya no tengo quién siga moliendo y pues ya ni modo”, dice sentada sobre su silla frente a su molino, porque sus piernas lucen atrofiadas por las reumas.
Al igual que en otros rincones de México, en el poblado de Tlacotepec sobreviven con su antiguo oficio de moler y se aferran por considerarlo parte de su identidad.
María Elena funge como forjadora de esa herencia que no termina de morir y sobrevive al embate de la tecnología y la transculturación.
—Aquí en el pueblo aún comemos tortillas de mano, en la ciudad pura tortilla sin sabor, —presume Elenita, mientras sonríe. La mujer y su molino es sobreviviente al tiempo.