/ martes 31 de octubre de 2017

#HistoriaDeTerror || Piedra de Muerto

Jugar con las almas en pena puede ser peligroso

En ciertas regiones de México se tiene la creencia que el espíritu de una persona fallecida, en algún accidente o por causa de un homicidio, se puede encerrar al interior de una piedra manchada con la sangre o el olor de la víctima. También se cree que ese espíritu encerrado puede servir a los vivos de guardián, aunque jugar con las almas en pena, pueda ser peligroso y de consecuencias trágicas.

Este relato cuenta una de tantas historias de las que ocurren en los pueblitos de Michoacán, pero que puede sucederle a cualquiera.

Hubo un tiempo en que la familia de Nicandro Mateo durante las noches la pasaban en vela por miedo a los ruidos, o porque ya dormidos se les subía esa sombra que había llegado con la piedra manchada de iurhiri (sangre), y que tata Nica había recogido en la calzada el día aquel en que encontraron al achaati (señor) muerto en la orilla del lago.

¡Ay qué compadrito tan necio y confiado! Claro le dije que esas cosas no se hacían, porque se quedaban con uno para siempre, pegado al pasïri (pellejo) de uno, como ese frío que se siente cuando te cherani (asustar) de algo que no puedes ver.

Pero se le hizo fácil llevarse en esa piedra el alma de aquel difuntito, que al ver que le había funcionado a tata Dionisio, pues dijo que a él le ayudaría igual para vigilar su casa mientras se iba al comercio, o para espantar a los que sólo le iban a maldecir.

Como sea, se hizo de esa maldita piedra, fue lo peor que pudo haber hecho mi compadre, porque desde ahí empezó toda su desgracia, primero no se lo contó a nadie para que sus hijas no se espantaran, pero ya después andando de kahuicha (borracho) me contó en la tercera copa lo que había hecho.

-¿Pues qué es lo que te traes entre manos compadre Nicandro? –le pregunté cuando lo miré en la tomada. -¿Qué asunto es ese que te raspa en la garganta más que estos tragos de aguardiente?

-Hice lo mismo que tata Dionisio, compita, ¡Me traje un muertito en una piedra para que cuide mi casa!

Desde esa vez que me lo confesó, ya le miraba cada vez con más angustia, se embuchaba la botella como agua para poder tener valor y correr a esa sombra que vagaba en el solar de su casa.

Primero comenzaron los ruidos y los pasos en la milpa, como si alguien hiciera maldades tirando el rastrojo, pero después cuando oscurecía, desde la cerca, clarito se escuchaba que se reían y comenzaban a tirar piedras.

Mi compadre Nica, como nunca ha sido muy creyente ni miedoso, cuando sus hijas le platicaban que no querían salir al baño por las noches, sólo se reía y maldecía, para luego agarrar la guadaña y salir gritando: ¡Con que eres tú, verdad!, ¡Canijo, si te traje para que espantes a las malas visitas, no a mis hijas! –le reclamaba al espíritu que sólo se burlaba de él, mientras se perdía entre los fresnos.

Como ocurre cuando uno se acostumbra a convivir y vivir con una mala enfermedad, la familia de tata Nica así se había hecho a la idea que el muertito nunca se iría. Pero la vez que se les apareció a mi comadre y sus hijas en forma de sombra, fue para que por tres días nadie quisiera salir, ni en el día a darle de comer a los puercos. Pusieron doble tranca y llevaron agua bendita para echar en las puertas y en el patio.

Ya cuando llegó mi compadre del comercio, les preguntó que por qué nadie lo había ido a esperar y fue cuando le soltaron la noticia.

-¡Mujer! ¡Dónde andan todos! –gritó mi compa cuando llegó de la venta. -¡Ay purísima! qué bueno que llegaste, esa cosa maldita que trajiste ya no nos deja en paz.
Y mi compadre Nicandro, sin más pensarlo, buscó la piedra manchada de sangre que había colocado en la cerca, la metió a su morral y se la llevó de nuevo a donde la había recogido tiempo atrás, y le advirtió que no intentara regresar.

Las cosas en la familia de Nicandro Mateo habían quedado en paz, el olor a panteón se había ido y los perros ya no lloraban de noche, pero eso sólo duró lo mismo que un suspiro.

Una noche de luna los perros volvieron a chillar como si alguien se hubiera muerto y hasta el aire intentaba atravesar la puerta, tirar la tranca y meterse a esconder.

El “Manco”, como le decían en la casa de mi compadre a su perro, cuando escuchó que el aire silbaba, pegó una carrera para meterse debajo de la cama donde estaba mi compadre y su esposa acostados.

Y cuando mis compadres miraron a la entrada de la puerta, entre la oscuridad sólo se divisó aquella sombra que era más negra que la noche, con sombrero y cigarro a medio fumar que los miró directo a los ojos y se volvió a reír, a manera de burla, como la primera vez que apareció en la cerca.

En ciertas regiones de México se tiene la creencia que el espíritu de una persona fallecida, en algún accidente o por causa de un homicidio, se puede encerrar al interior de una piedra manchada con la sangre o el olor de la víctima. También se cree que ese espíritu encerrado puede servir a los vivos de guardián, aunque jugar con las almas en pena, pueda ser peligroso y de consecuencias trágicas.

Este relato cuenta una de tantas historias de las que ocurren en los pueblitos de Michoacán, pero que puede sucederle a cualquiera.

Hubo un tiempo en que la familia de Nicandro Mateo durante las noches la pasaban en vela por miedo a los ruidos, o porque ya dormidos se les subía esa sombra que había llegado con la piedra manchada de iurhiri (sangre), y que tata Nica había recogido en la calzada el día aquel en que encontraron al achaati (señor) muerto en la orilla del lago.

¡Ay qué compadrito tan necio y confiado! Claro le dije que esas cosas no se hacían, porque se quedaban con uno para siempre, pegado al pasïri (pellejo) de uno, como ese frío que se siente cuando te cherani (asustar) de algo que no puedes ver.

Pero se le hizo fácil llevarse en esa piedra el alma de aquel difuntito, que al ver que le había funcionado a tata Dionisio, pues dijo que a él le ayudaría igual para vigilar su casa mientras se iba al comercio, o para espantar a los que sólo le iban a maldecir.

Como sea, se hizo de esa maldita piedra, fue lo peor que pudo haber hecho mi compadre, porque desde ahí empezó toda su desgracia, primero no se lo contó a nadie para que sus hijas no se espantaran, pero ya después andando de kahuicha (borracho) me contó en la tercera copa lo que había hecho.

-¿Pues qué es lo que te traes entre manos compadre Nicandro? –le pregunté cuando lo miré en la tomada. -¿Qué asunto es ese que te raspa en la garganta más que estos tragos de aguardiente?

-Hice lo mismo que tata Dionisio, compita, ¡Me traje un muertito en una piedra para que cuide mi casa!

Desde esa vez que me lo confesó, ya le miraba cada vez con más angustia, se embuchaba la botella como agua para poder tener valor y correr a esa sombra que vagaba en el solar de su casa.

Primero comenzaron los ruidos y los pasos en la milpa, como si alguien hiciera maldades tirando el rastrojo, pero después cuando oscurecía, desde la cerca, clarito se escuchaba que se reían y comenzaban a tirar piedras.

Mi compadre Nica, como nunca ha sido muy creyente ni miedoso, cuando sus hijas le platicaban que no querían salir al baño por las noches, sólo se reía y maldecía, para luego agarrar la guadaña y salir gritando: ¡Con que eres tú, verdad!, ¡Canijo, si te traje para que espantes a las malas visitas, no a mis hijas! –le reclamaba al espíritu que sólo se burlaba de él, mientras se perdía entre los fresnos.

Como ocurre cuando uno se acostumbra a convivir y vivir con una mala enfermedad, la familia de tata Nica así se había hecho a la idea que el muertito nunca se iría. Pero la vez que se les apareció a mi comadre y sus hijas en forma de sombra, fue para que por tres días nadie quisiera salir, ni en el día a darle de comer a los puercos. Pusieron doble tranca y llevaron agua bendita para echar en las puertas y en el patio.

Ya cuando llegó mi compadre del comercio, les preguntó que por qué nadie lo había ido a esperar y fue cuando le soltaron la noticia.

-¡Mujer! ¡Dónde andan todos! –gritó mi compa cuando llegó de la venta. -¡Ay purísima! qué bueno que llegaste, esa cosa maldita que trajiste ya no nos deja en paz.
Y mi compadre Nicandro, sin más pensarlo, buscó la piedra manchada de sangre que había colocado en la cerca, la metió a su morral y se la llevó de nuevo a donde la había recogido tiempo atrás, y le advirtió que no intentara regresar.

Las cosas en la familia de Nicandro Mateo habían quedado en paz, el olor a panteón se había ido y los perros ya no lloraban de noche, pero eso sólo duró lo mismo que un suspiro.

Una noche de luna los perros volvieron a chillar como si alguien se hubiera muerto y hasta el aire intentaba atravesar la puerta, tirar la tranca y meterse a esconder.

El “Manco”, como le decían en la casa de mi compadre a su perro, cuando escuchó que el aire silbaba, pegó una carrera para meterse debajo de la cama donde estaba mi compadre y su esposa acostados.

Y cuando mis compadres miraron a la entrada de la puerta, entre la oscuridad sólo se divisó aquella sombra que era más negra que la noche, con sombrero y cigarro a medio fumar que los miró directo a los ojos y se volvió a reír, a manera de burla, como la primera vez que apareció en la cerca.

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