/ lunes 27 de diciembre de 2021

El Tintero de las Musas | “La Abuela”



Silvia Sáyago escribió para la Revista El Tintero de las Musas, estas palabras que el día de hoy considero extraordinarias. El texto se llama como el título de allá arriba, y empieza así:

Toyita:

Recordarte es pensar en chocolate espumoso batido con molinillo, en médula de res derritiéndose sobre una tortilla calientita, en quesadillas de cáscara de papa aromatizadas con epazote, en chiles chipotles rellenos de atún a la vizcaína que preparabas en Navidad y que se quedaron en la familia como una tradición. Necesitaría muchos adjetivos para describir todos los aromas y sabores que salían de tu cocina y que llenaron mi infancia.

Aunque ya no estés, quiero que sepas que fuiste lo mejor de mi infancia. No sólo porque tu cocina fue la mejor del mundo y reto al que sea que pruebe lo contrario, sino porque nos amaste con sencillez, sin condiciones, a través de múltiples acciones cotidianas. Como olvidar los trastecitos que cada domingo nos comprabas en el mercado: braceritos, cazuelitas de barro, cucharitas de madera con las que jugamos a hacer sopecitos con masa de verdad, frijoles refritos y salsa verde.

Te encargaste de nosotras y de la casa al cien por ciento. Te levantabas antes que nadie para prender el boiler de leña; nos despertabas y todavía recuerdo –no sin vergûenza- que me ponías el uniforme de la escuela prácticamente acostada porque no me quería levantar; nos dabas el desayuno, nos peinabas, preparabas la lonchera para que almorzáramos, sin olvidar preguntarnos qué queríamos comer al regreso del colegio. Nadie me consintió así.

Aún veo la angustia en tu cara cuando mamá nos torturaba obligándonos a tomar el jarabe de hígado de bacalao dizque para fortalecer los huesos. Era un líquido nauseabundamente aceitoso que se te pegaba en la lengua y el paladar. Tú mitigabas el asco con un pedazo de chocolate para evitar que vomitáramos, so pena de recibir un chanclazo y doble dosis del mentado brebaje. Maldito sea el que lo inventó.

Tú me enseñaste el gusto por las películas. Cada vez que podías, que no era muy frecuente, nos llevabas al cine a ver a Pedro Infante, a Dolores del Río, a Pedro Armendáriz, a Joaquín Pardavé, a llorar a moco tendido con los melodramones que personificaban Libertad Lamarque, Marga López y la siempre vieja Sara García.

Lo mejor de esas salidas eran las flautas de la tepachería, dizque de barbacoa, con mucho cilantro y, por supuesto, acompañadas de un vaso de tepache bien frío.

Cuando me daban las reumas en las piernas, ahí estabas tú frotándome con alcohol, calentado mis extremidades y acompañándome hasta que me dormía.

No recuerdo que alguna vez me hayas regañado y mucho menos que me hayas pegado, aún cuando a veces me pasaba de traviesa. Cuando mucho me amenazabas con acusarme con mi mamá y eso sí era de temerse, pero nunca lo hiciste; por el contrario, cuando a ella se le pasaba la mano con los golpes, siempre estabas para consolarnos y enjugar nuestras lágrimas.

Aún ya vieja no me fallaste cuando tomaste a tu cuidado a mi hijo y le diste tanto amor y atención como me diste a mí. Él también te amó.

De ti aprendí a ser honesta, a no robar, a decir la verdad, a quedarme callada cuando protestar no servía de nada, a amar a quien se ama sin condiciones... Aprendí el valor del trabajo duro, a conseguir lo que se desea mediante el esfuerzo propio. Pero también y sin querer, me enseñaste a que no fuera sumisa y resignada como a ti te tocó serlo, lo que me permitió afrontar los retos de mi vida con otra actitud. Sí tu hubieras tenido las mismas oportunidades, tal vez, hubieras sido menos infeliz.

Aunque ya no pueda acurrucarme en tu regazo, con tu recuerdo me basta para sentirme protegida. Fuiste lo mejor de mi infancia. Tu nieta.

gildamh@hotmail.com




Silvia Sáyago escribió para la Revista El Tintero de las Musas, estas palabras que el día de hoy considero extraordinarias. El texto se llama como el título de allá arriba, y empieza así:

Toyita:

Recordarte es pensar en chocolate espumoso batido con molinillo, en médula de res derritiéndose sobre una tortilla calientita, en quesadillas de cáscara de papa aromatizadas con epazote, en chiles chipotles rellenos de atún a la vizcaína que preparabas en Navidad y que se quedaron en la familia como una tradición. Necesitaría muchos adjetivos para describir todos los aromas y sabores que salían de tu cocina y que llenaron mi infancia.

Aunque ya no estés, quiero que sepas que fuiste lo mejor de mi infancia. No sólo porque tu cocina fue la mejor del mundo y reto al que sea que pruebe lo contrario, sino porque nos amaste con sencillez, sin condiciones, a través de múltiples acciones cotidianas. Como olvidar los trastecitos que cada domingo nos comprabas en el mercado: braceritos, cazuelitas de barro, cucharitas de madera con las que jugamos a hacer sopecitos con masa de verdad, frijoles refritos y salsa verde.

Te encargaste de nosotras y de la casa al cien por ciento. Te levantabas antes que nadie para prender el boiler de leña; nos despertabas y todavía recuerdo –no sin vergûenza- que me ponías el uniforme de la escuela prácticamente acostada porque no me quería levantar; nos dabas el desayuno, nos peinabas, preparabas la lonchera para que almorzáramos, sin olvidar preguntarnos qué queríamos comer al regreso del colegio. Nadie me consintió así.

Aún veo la angustia en tu cara cuando mamá nos torturaba obligándonos a tomar el jarabe de hígado de bacalao dizque para fortalecer los huesos. Era un líquido nauseabundamente aceitoso que se te pegaba en la lengua y el paladar. Tú mitigabas el asco con un pedazo de chocolate para evitar que vomitáramos, so pena de recibir un chanclazo y doble dosis del mentado brebaje. Maldito sea el que lo inventó.

Tú me enseñaste el gusto por las películas. Cada vez que podías, que no era muy frecuente, nos llevabas al cine a ver a Pedro Infante, a Dolores del Río, a Pedro Armendáriz, a Joaquín Pardavé, a llorar a moco tendido con los melodramones que personificaban Libertad Lamarque, Marga López y la siempre vieja Sara García.

Lo mejor de esas salidas eran las flautas de la tepachería, dizque de barbacoa, con mucho cilantro y, por supuesto, acompañadas de un vaso de tepache bien frío.

Cuando me daban las reumas en las piernas, ahí estabas tú frotándome con alcohol, calentado mis extremidades y acompañándome hasta que me dormía.

No recuerdo que alguna vez me hayas regañado y mucho menos que me hayas pegado, aún cuando a veces me pasaba de traviesa. Cuando mucho me amenazabas con acusarme con mi mamá y eso sí era de temerse, pero nunca lo hiciste; por el contrario, cuando a ella se le pasaba la mano con los golpes, siempre estabas para consolarnos y enjugar nuestras lágrimas.

Aún ya vieja no me fallaste cuando tomaste a tu cuidado a mi hijo y le diste tanto amor y atención como me diste a mí. Él también te amó.

De ti aprendí a ser honesta, a no robar, a decir la verdad, a quedarme callada cuando protestar no servía de nada, a amar a quien se ama sin condiciones... Aprendí el valor del trabajo duro, a conseguir lo que se desea mediante el esfuerzo propio. Pero también y sin querer, me enseñaste a que no fuera sumisa y resignada como a ti te tocó serlo, lo que me permitió afrontar los retos de mi vida con otra actitud. Sí tu hubieras tenido las mismas oportunidades, tal vez, hubieras sido menos infeliz.

Aunque ya no pueda acurrucarme en tu regazo, con tu recuerdo me basta para sentirme protegida. Fuiste lo mejor de mi infancia. Tu nieta.

gildamh@hotmail.com