/ viernes 2 de marzo de 2018

Pensamiento Universitario

La corrupción aumenta


En el sistema oficial mexicano, la deshonestidad constituye un mal bastante generalizado. Su arraigo en las diversas áreas tiene un sinnúmero de consecuencias, todas ellas tendientes a impedir el correcto ejercicio gubernamental y a inhibir el progreso económico y social de una nación agobiada por los grandes rezagos.

De nada sirven las promesas de cambio, las nuevas leyes y la creación de burocracias costosas, si todo sigue igual y no se ve cómo curar la enfermedad, por cuya causa el país se ubica entre los más corruptos del mundo moderno.

Evidencia de esto se tiene en el reporte de Transparencia Internacional dado a conocer en días pasados, denominado Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) 2017, donde México fue el peor calificado de los que conforman el G20 y la OCDE. Según la opinión de los expertos, la conducta del sector público en materia de probidad sólo amerita 29 puntos de un máximo de 100, y con ello nos remiten ahora al lugar 135 de 180 evaluados, mientras en 2016 se ocupaba el 123.

Tratándose de abusar del erario, lo sistemático y recurrente de las deleznables prácticas marca en estos tiempos una de las más negras épocas, pues con alarmante frecuencia se descubren casos de gravedad extrema, traducidos en los ejemplos de vidas de opulencia y la acumulación de fortunas de escándalo, logradas a costa de saquear y endeudar hasta el absurdo a municipios y entidades estatales y federales. Las investigaciones, por su parte, son deficientes, carecen de credibilidad y fomentan la impunidad, al no llevar a cabo una lucha firme y decidida en contra de tanto pillo, confiscándoles de inmediato lo mal habido y haciéndoles pagar con cárcel y trabajos forzados su descarado latrocinio.

Por eso, las denuncias de los ilícitos cometidos se conocen a diario, y como muestra ahí están las últimas de la Auditoría Superior de la Federación (ASF), con respecto al presunto desvío de más de 2 mil millones de pesos de las secretarías de Desarrollo Social y de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano, entre los años 2014 y 2016, en ambos casos durante la gestión de la señora Rosario Robles, de gratos recuerdos para los rectores de las universidades públicas participantes en la famosa “estafa maestra”. O bien, el requerimiento hecho por la misma ASF al gobierno mexiquense, con el fin de aclarar y comprobar el destino de miles de millones de pesos, correspondientes a los recursos de diversos fondos, que no fueron ejercidos en los plazos establecidos, ni se reintegraron a la Tesorería. Y qué decir del deficiente diseño, la falta de controles de transparencia y de eficacia de los programas sociales, destinados no al apoyo de quienes poco o nada tienen, sino a la infame compra y coacción del voto.

Obviamente, abordar con seriedad el problema y buscar soluciones efectivas implica, entre muchas otras acciones, asegurar la correcta puesta en marcha de sistemas anticorrupción, la creación de fiscalías autónomas e independientes, así como de organismos de investigación financiera, encargados de combatir el lavado de dinero y las operaciones a través de empresas fantasma. De ninguna manera debemos seguir dominados por las redes de voracidad, incompetencia y perversión, causantes de aumentar los desequilibrios sociales hasta niveles ya muy peligrosos.

La corrupción aumenta


En el sistema oficial mexicano, la deshonestidad constituye un mal bastante generalizado. Su arraigo en las diversas áreas tiene un sinnúmero de consecuencias, todas ellas tendientes a impedir el correcto ejercicio gubernamental y a inhibir el progreso económico y social de una nación agobiada por los grandes rezagos.

De nada sirven las promesas de cambio, las nuevas leyes y la creación de burocracias costosas, si todo sigue igual y no se ve cómo curar la enfermedad, por cuya causa el país se ubica entre los más corruptos del mundo moderno.

Evidencia de esto se tiene en el reporte de Transparencia Internacional dado a conocer en días pasados, denominado Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) 2017, donde México fue el peor calificado de los que conforman el G20 y la OCDE. Según la opinión de los expertos, la conducta del sector público en materia de probidad sólo amerita 29 puntos de un máximo de 100, y con ello nos remiten ahora al lugar 135 de 180 evaluados, mientras en 2016 se ocupaba el 123.

Tratándose de abusar del erario, lo sistemático y recurrente de las deleznables prácticas marca en estos tiempos una de las más negras épocas, pues con alarmante frecuencia se descubren casos de gravedad extrema, traducidos en los ejemplos de vidas de opulencia y la acumulación de fortunas de escándalo, logradas a costa de saquear y endeudar hasta el absurdo a municipios y entidades estatales y federales. Las investigaciones, por su parte, son deficientes, carecen de credibilidad y fomentan la impunidad, al no llevar a cabo una lucha firme y decidida en contra de tanto pillo, confiscándoles de inmediato lo mal habido y haciéndoles pagar con cárcel y trabajos forzados su descarado latrocinio.

Por eso, las denuncias de los ilícitos cometidos se conocen a diario, y como muestra ahí están las últimas de la Auditoría Superior de la Federación (ASF), con respecto al presunto desvío de más de 2 mil millones de pesos de las secretarías de Desarrollo Social y de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano, entre los años 2014 y 2016, en ambos casos durante la gestión de la señora Rosario Robles, de gratos recuerdos para los rectores de las universidades públicas participantes en la famosa “estafa maestra”. O bien, el requerimiento hecho por la misma ASF al gobierno mexiquense, con el fin de aclarar y comprobar el destino de miles de millones de pesos, correspondientes a los recursos de diversos fondos, que no fueron ejercidos en los plazos establecidos, ni se reintegraron a la Tesorería. Y qué decir del deficiente diseño, la falta de controles de transparencia y de eficacia de los programas sociales, destinados no al apoyo de quienes poco o nada tienen, sino a la infame compra y coacción del voto.

Obviamente, abordar con seriedad el problema y buscar soluciones efectivas implica, entre muchas otras acciones, asegurar la correcta puesta en marcha de sistemas anticorrupción, la creación de fiscalías autónomas e independientes, así como de organismos de investigación financiera, encargados de combatir el lavado de dinero y las operaciones a través de empresas fantasma. De ninguna manera debemos seguir dominados por las redes de voracidad, incompetencia y perversión, causantes de aumentar los desequilibrios sociales hasta niveles ya muy peligrosos.