/ viernes 4 de mayo de 2018

Pensamiento Universitario


Incultura vial

Según la versión de elementos de tránsito de los municipios de Naucalpan, Tlalnepantla y Atizapán, publicada hace unos días en este diario, es preocupante el desempeño de los conductores de vehículos, pues prácticamente nueve de cada diez desconocen las normas de vialidad y el significado de los señalamientos colocados en calles y carreteras. Una causa, dicen, es el hecho de que las autoridades decidieron otorgar licencias sin aplicar exámenes de manejo, ni de conocimiento del reglamento.

En estas condiciones, la ignorancia, aunada a las típicas conductas primitivas, da lugar a un elevado número de operadores del transporte público y privado carentes de pericia, para colmo con trastornos emocionales y de personalidad, marcados patrones de comportamiento antisocial y hasta con un limitado funcionamiento intelectual. Obviamente, su negativa aportación no sólo se manifiesta en la ocurrencia de accidentes, muchos de ellos realmente graves, sino también en una serie de acciones nocivas, cuyos efectos repercuten en el deterioro de la calidad de vida de los habitantes de las zonas urbanas.

Evidencia de lo primero se tiene en el reporte recién presentado por el coordinador de Socorros de la entidad, con respecto a los casos atendidos por la Cruz Roja durante el primer trimestre del año, donde se habla de un total de 2 mil 381 choques y volcaduras, y 467 atropellados. En lo segundo, podemos ver a cantidad de choferes dispuestos a imponer la ley de la selva, con el apoyo de bastantes ciclistas y peatones, omisos de las reglas más elementales del buen vivir.

Así, lo que a diario se padece en los centros de población ratifica la existencia de un grave problema de salud pública, de una epidemia difícil de controlar, ante la deficiente actuación de un sistema de gobierno inoperante, incapaz de atender la magnitud del desastre. Es decir, aunque en el aumento del mal es posible identificar diversos factores, sin duda el más importante está ligado al sector oficial, y la tradicional ineptitud de su burocracia se refleja en la ausencia de medidas de respuesta efectivas, al grado de ser ahora parte y no solución de la catástrofe. Las propuestas de cambio son obvias, pero muy poco o nada se logrará mientras no se cuente con funcionarios éticos y debidamente preparados, decididos a hacer valer los derechos y obligaciones de los usuarios de las vías públicas.

Por supuesto, situaciones de esta naturaleza empeoran cuando en una sociedad se arraigan las malas costumbres, y la educación deficiente no permite construir un modelo de ciudadanía responsable, dispuesta a cuidar los intereses de la propia comunidad. Ciertamente, el asunto ha de abordarse desde la racionalidad y el respeto a las leyes, pero es también una cuestión de principios, de un cambio de actitud de la gente, a partir del saneamiento de ese conjunto de rasgos materiales, intelectuales y afectivos, tendientes a devolverle la dimensión humana a la relación con nuestros semejantes.

Población y gobierno no pueden aceptar que el precio a pagar por el supuesto desarrollo se traduzca en una profunda alteración de la convivencia social, con miles de personas afectadas, daños millonarios a los bienes, a la productividad, y múltiples formas de destrucción del medio ambiente.


Incultura vial

Según la versión de elementos de tránsito de los municipios de Naucalpan, Tlalnepantla y Atizapán, publicada hace unos días en este diario, es preocupante el desempeño de los conductores de vehículos, pues prácticamente nueve de cada diez desconocen las normas de vialidad y el significado de los señalamientos colocados en calles y carreteras. Una causa, dicen, es el hecho de que las autoridades decidieron otorgar licencias sin aplicar exámenes de manejo, ni de conocimiento del reglamento.

En estas condiciones, la ignorancia, aunada a las típicas conductas primitivas, da lugar a un elevado número de operadores del transporte público y privado carentes de pericia, para colmo con trastornos emocionales y de personalidad, marcados patrones de comportamiento antisocial y hasta con un limitado funcionamiento intelectual. Obviamente, su negativa aportación no sólo se manifiesta en la ocurrencia de accidentes, muchos de ellos realmente graves, sino también en una serie de acciones nocivas, cuyos efectos repercuten en el deterioro de la calidad de vida de los habitantes de las zonas urbanas.

Evidencia de lo primero se tiene en el reporte recién presentado por el coordinador de Socorros de la entidad, con respecto a los casos atendidos por la Cruz Roja durante el primer trimestre del año, donde se habla de un total de 2 mil 381 choques y volcaduras, y 467 atropellados. En lo segundo, podemos ver a cantidad de choferes dispuestos a imponer la ley de la selva, con el apoyo de bastantes ciclistas y peatones, omisos de las reglas más elementales del buen vivir.

Así, lo que a diario se padece en los centros de población ratifica la existencia de un grave problema de salud pública, de una epidemia difícil de controlar, ante la deficiente actuación de un sistema de gobierno inoperante, incapaz de atender la magnitud del desastre. Es decir, aunque en el aumento del mal es posible identificar diversos factores, sin duda el más importante está ligado al sector oficial, y la tradicional ineptitud de su burocracia se refleja en la ausencia de medidas de respuesta efectivas, al grado de ser ahora parte y no solución de la catástrofe. Las propuestas de cambio son obvias, pero muy poco o nada se logrará mientras no se cuente con funcionarios éticos y debidamente preparados, decididos a hacer valer los derechos y obligaciones de los usuarios de las vías públicas.

Por supuesto, situaciones de esta naturaleza empeoran cuando en una sociedad se arraigan las malas costumbres, y la educación deficiente no permite construir un modelo de ciudadanía responsable, dispuesta a cuidar los intereses de la propia comunidad. Ciertamente, el asunto ha de abordarse desde la racionalidad y el respeto a las leyes, pero es también una cuestión de principios, de un cambio de actitud de la gente, a partir del saneamiento de ese conjunto de rasgos materiales, intelectuales y afectivos, tendientes a devolverle la dimensión humana a la relación con nuestros semejantes.

Población y gobierno no pueden aceptar que el precio a pagar por el supuesto desarrollo se traduzca en una profunda alteración de la convivencia social, con miles de personas afectadas, daños millonarios a los bienes, a la productividad, y múltiples formas de destrucción del medio ambiente.