/ viernes 5 de agosto de 2022

Pensamiento Universitario | El valor de educar

El pasado miércoles 3 de agosto, en la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM) dio inicio un nuevo ciclo escolar. Por tal motivo, es oportuno reflexionar acerca de varios temas, y uno de ellos es el desempeño del sector docente, cuya importancia es indudable, pues su encomienda, en estricto sentido, no sólo consiste en trasmitir el conocimiento, sino también en preparar mentalidades analíticas, innovadoras y creativas, además de fomentar la cultura del esfuerzo y la práctica de los valores, ante el objetivo de formar profesionales íntegros y socialmente útiles.

En este escenario, conviene tener presentes las ideas vertidas por el filósofo y escritor español Fernando Sabater, en su libro titulado “El valor de educar”, sin duda un texto de lectura obligada para quienes enfrentan el enorme reto de generar y fortalecer las aptitudes del alumnado. Como lo señala el autor, el enunciado implica considerar la palabra valor en un doble significado, pues la instrucción no sólo es valiosa y válida, sino también un acto de coraje; un paso al frente de la valentía humana.

En el interesante análisis se destacan varios de los enfoques que se le dan a la tarea formativa, junto con la interrogante de si éstos pueden abordarse de modo simultáneo o si algunos de ellos resultan incompatibles y, sobre todo, quién habrá de decidir por cuales optar. En consecuencia, tiene sentido el preguntarse si las universidades deben darle al mercado laboral competidores hábiles o formar mujeres y hombres completos; si ha de potenciar la autonomía de cada estudiante, a menudo crítica y disidente, o simplemente buscar la cohesión social; si habrá de desarrollar lo novedoso y original o mantendrá la identidad tradicional; si reproducirá el orden existente o si a éste lo derrocarán los rebeldes ilustrados.

Lo trascendental de la enseñanza nos obliga a superar las limitantes del presente, a defender y fortalecer la premisa de que educar es creer en lo perfectible del ser humano, en la capacidad innata de aprender cosas útiles y en el deseo de querer usarlas; en la posibilidad de mejorarnos unos a otros por medio del conocimiento. Uno de los fines de la educación es precisamente trasmitir el compromiso de la superación intelectual, y para ello es indispensable desterrar egoísmos y mediocridades, y cultivar la noble vocación de compartir lo ya sabido, de darles a los jóvenes una formación sólida, de capacitarlos en la toma de decisiones y en la búsqueda de información relevante; de guiarlos en su relación positiva con los demás y encauzar su realización de acuerdo con su capacidad singular.

Los tiempos de tragedia nacional necesitan del aporte serio y profesional de las y los docentes, de gente solidaria, sensible y consciente de la realidad, capaz de fomentar la atracción hacia el saber y no el rechazo. En esta delicada empresa no tienen cabida el trabajo rutinario ni la simulación amparada en los cartones académicos “patito”, cuando el objetivo es ayudar a las nuevas generaciones en su recorrido por los caminos de la ciencia, la técnica, la cultura y el humanismo.

Finalmente, conviene citar la pregunta hecha por Fernando Savater, con respecto de si se sabe cuál es el efecto sobresaliente de la buena educación. La respuesta es: despertar el apetito de más educación, de nuevos aprendizajes y enseñanzas; de querer estar cada día mejor instruido. Quien cree que el proceso como tal concluye al egresar de la escuela o de la universidad, no fue encendido por el ardor educativo y sólo quedó barnizado o decorado por los tintes menores.

Ingeniero civil, con posgrados de maestría y doctorado.

Profesor de tiempo completo en la UAEM.

juancuencadiaz@hotmail.com


El pasado miércoles 3 de agosto, en la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM) dio inicio un nuevo ciclo escolar. Por tal motivo, es oportuno reflexionar acerca de varios temas, y uno de ellos es el desempeño del sector docente, cuya importancia es indudable, pues su encomienda, en estricto sentido, no sólo consiste en trasmitir el conocimiento, sino también en preparar mentalidades analíticas, innovadoras y creativas, además de fomentar la cultura del esfuerzo y la práctica de los valores, ante el objetivo de formar profesionales íntegros y socialmente útiles.

En este escenario, conviene tener presentes las ideas vertidas por el filósofo y escritor español Fernando Sabater, en su libro titulado “El valor de educar”, sin duda un texto de lectura obligada para quienes enfrentan el enorme reto de generar y fortalecer las aptitudes del alumnado. Como lo señala el autor, el enunciado implica considerar la palabra valor en un doble significado, pues la instrucción no sólo es valiosa y válida, sino también un acto de coraje; un paso al frente de la valentía humana.

En el interesante análisis se destacan varios de los enfoques que se le dan a la tarea formativa, junto con la interrogante de si éstos pueden abordarse de modo simultáneo o si algunos de ellos resultan incompatibles y, sobre todo, quién habrá de decidir por cuales optar. En consecuencia, tiene sentido el preguntarse si las universidades deben darle al mercado laboral competidores hábiles o formar mujeres y hombres completos; si ha de potenciar la autonomía de cada estudiante, a menudo crítica y disidente, o simplemente buscar la cohesión social; si habrá de desarrollar lo novedoso y original o mantendrá la identidad tradicional; si reproducirá el orden existente o si a éste lo derrocarán los rebeldes ilustrados.

Lo trascendental de la enseñanza nos obliga a superar las limitantes del presente, a defender y fortalecer la premisa de que educar es creer en lo perfectible del ser humano, en la capacidad innata de aprender cosas útiles y en el deseo de querer usarlas; en la posibilidad de mejorarnos unos a otros por medio del conocimiento. Uno de los fines de la educación es precisamente trasmitir el compromiso de la superación intelectual, y para ello es indispensable desterrar egoísmos y mediocridades, y cultivar la noble vocación de compartir lo ya sabido, de darles a los jóvenes una formación sólida, de capacitarlos en la toma de decisiones y en la búsqueda de información relevante; de guiarlos en su relación positiva con los demás y encauzar su realización de acuerdo con su capacidad singular.

Los tiempos de tragedia nacional necesitan del aporte serio y profesional de las y los docentes, de gente solidaria, sensible y consciente de la realidad, capaz de fomentar la atracción hacia el saber y no el rechazo. En esta delicada empresa no tienen cabida el trabajo rutinario ni la simulación amparada en los cartones académicos “patito”, cuando el objetivo es ayudar a las nuevas generaciones en su recorrido por los caminos de la ciencia, la técnica, la cultura y el humanismo.

Finalmente, conviene citar la pregunta hecha por Fernando Savater, con respecto de si se sabe cuál es el efecto sobresaliente de la buena educación. La respuesta es: despertar el apetito de más educación, de nuevos aprendizajes y enseñanzas; de querer estar cada día mejor instruido. Quien cree que el proceso como tal concluye al egresar de la escuela o de la universidad, no fue encendido por el ardor educativo y sólo quedó barnizado o decorado por los tintes menores.

Ingeniero civil, con posgrados de maestría y doctorado.

Profesor de tiempo completo en la UAEM.

juancuencadiaz@hotmail.com