/ miércoles 13 de mayo de 2020

Vida Pública | Salud y seguridad, las prioridades


La salud es lo urgente; la seguridad, lo importante. Sin que la primera carezca de relevancia, ni la segunda de apremio, salud y seguridad públicas son, pues, prioridades para las autoridades municipales, estatales y federales.

Respecto a la salud, es clara la necesidad de concentrar recursos para salvar vidas, contener la viralización del COVID-19, mantener la capacidad de atención hospitalaria, generar y analizar datos que contribuyan al descubrimiento de medicamentos y tratamientos para los mediano y largo plazos y, más adelante, fortalecer al sistema de salud, y prepararlo ante brotes de las pandemias conocidas y el probable surgimiento de otras todavía desconocidas. En mayor o menor medida, existe consenso entre especialistas y autoridades sobre lo que se debe hacer en cada etapa por venir, en lo tocante a la salud de la población.

Respecto a qué hacer en materia de seguridad pública no hay consenso entre académicos y servidores públicos. Antier se publicó un decreto presidencial tan polémico como inútil; jurídica y administrativamente discutible, lo publicado en el Diario Oficial de la Federación es totalmente infértil en los hechos, pues se trata de más de lo mismo, de echarle leña al fuego, para escribirlo en palabras coloquiales, pues las fuerzas armadas ya ejercen, desde hace casi una década, y subrayadamente ahora mismo, uniformadas como Guardia Nacional, las funciones de seguridad pública, prácticamente, en todo el país y, lo que es peor: con nulos resultados.

Parece necesario recordar la frase común: hacer lo mismo que hemos hecho antes, acarreará los mismos frutos; incremento de la violencia, crecimiento de los homicidios dolosos, multiplicación de los crímenes, aumento de los delitos ocurridos, elevación de crímenes sin castigo, enriquecimiento de los grupos criminales, aumento de la impunidad, deterioro de la vida de las personas más vulnerables con especial agresividad en contra de mujeres, niñas, niños y adultos mayores. Nada de qué alarmarse, pues eso es lo que ha ocurrido en años recientes, en
un proceso de descomposición social que se ha acelerado desde 2019.

Ciertamente, es desesperante observar que no se siga sino la sencilla ruta del fracaso en seguridad, a pesar de que está clara la que se debe seguir hacia el éxito que, aunque efectivamente luce más sinuosa, está garantizada y resulta menos costosa en número de vidas humanas y de todo tipo de recursos.

Si tomamos en cuenta que los mexicanos contamos -en números cerrados- con medio millón de personas mal uniformadas, mal preparadas y mal pagadas “trabajando” como policías estatales y municipales; y tenemos, también en cifra cerrada, 9 mil agentes del ministerio público o fiscales encargados de recibir denuncias y realizar investigaciones criminales (tareas para las cuales ninguno de ellos fue formado profesionalmente) y lo que es peor: aquellos 500 mil están sometidos al mando y conducción de estos 9 mil, el sentido común sugiere la solución: hay que invertir el embudo.

Reformar dos sencillos párrafos de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, para quitar al Ministerio Público el mando y conducción de las investigaciones criminales, lo que automáticamente liberaría a las policías estatales y municipales a responsabilizarse de esa tarea, como ocurre en todos los países del orbe donde sí funciona el sistema de seguridad; y para permitir que ese medio millón de personas puedan recibir las denuncias de los delitos, de parte de las personas afectadas y por cualquier medio, lo que multiplicaría la capacidad de atención de las autoridades, de manera inmediata.

Complementar esas dos reformas con planes y programas de formación continua y capacitación permanente de policías, dignificar su función y su imagen, garantizarles seguridad social y salarios dignos, así como condiciones de dignidad para sus familias; es decir, hacer que el trabajo de policía sea un trabajo decente. Paralelamente, hacer que el agente del MP deje de ser el extorsionador de barandilla, para que se convierta en el representante jurídico de la sociedad ante los jueces, por medio de la capacitación ad nauseam en el modelo de justicia adversarial y el debido proceso.

Todo eso será menos costoso y traerá resultados diferentes y mejores, en un tiempo sorprendentemente corto, si asumimos lo que la realidad nos grita: salud y seguridad son prioridades.

@HuicocheaAlanis


La salud es lo urgente; la seguridad, lo importante. Sin que la primera carezca de relevancia, ni la segunda de apremio, salud y seguridad públicas son, pues, prioridades para las autoridades municipales, estatales y federales.

Respecto a la salud, es clara la necesidad de concentrar recursos para salvar vidas, contener la viralización del COVID-19, mantener la capacidad de atención hospitalaria, generar y analizar datos que contribuyan al descubrimiento de medicamentos y tratamientos para los mediano y largo plazos y, más adelante, fortalecer al sistema de salud, y prepararlo ante brotes de las pandemias conocidas y el probable surgimiento de otras todavía desconocidas. En mayor o menor medida, existe consenso entre especialistas y autoridades sobre lo que se debe hacer en cada etapa por venir, en lo tocante a la salud de la población.

Respecto a qué hacer en materia de seguridad pública no hay consenso entre académicos y servidores públicos. Antier se publicó un decreto presidencial tan polémico como inútil; jurídica y administrativamente discutible, lo publicado en el Diario Oficial de la Federación es totalmente infértil en los hechos, pues se trata de más de lo mismo, de echarle leña al fuego, para escribirlo en palabras coloquiales, pues las fuerzas armadas ya ejercen, desde hace casi una década, y subrayadamente ahora mismo, uniformadas como Guardia Nacional, las funciones de seguridad pública, prácticamente, en todo el país y, lo que es peor: con nulos resultados.

Parece necesario recordar la frase común: hacer lo mismo que hemos hecho antes, acarreará los mismos frutos; incremento de la violencia, crecimiento de los homicidios dolosos, multiplicación de los crímenes, aumento de los delitos ocurridos, elevación de crímenes sin castigo, enriquecimiento de los grupos criminales, aumento de la impunidad, deterioro de la vida de las personas más vulnerables con especial agresividad en contra de mujeres, niñas, niños y adultos mayores. Nada de qué alarmarse, pues eso es lo que ha ocurrido en años recientes, en
un proceso de descomposición social que se ha acelerado desde 2019.

Ciertamente, es desesperante observar que no se siga sino la sencilla ruta del fracaso en seguridad, a pesar de que está clara la que se debe seguir hacia el éxito que, aunque efectivamente luce más sinuosa, está garantizada y resulta menos costosa en número de vidas humanas y de todo tipo de recursos.

Si tomamos en cuenta que los mexicanos contamos -en números cerrados- con medio millón de personas mal uniformadas, mal preparadas y mal pagadas “trabajando” como policías estatales y municipales; y tenemos, también en cifra cerrada, 9 mil agentes del ministerio público o fiscales encargados de recibir denuncias y realizar investigaciones criminales (tareas para las cuales ninguno de ellos fue formado profesionalmente) y lo que es peor: aquellos 500 mil están sometidos al mando y conducción de estos 9 mil, el sentido común sugiere la solución: hay que invertir el embudo.

Reformar dos sencillos párrafos de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, para quitar al Ministerio Público el mando y conducción de las investigaciones criminales, lo que automáticamente liberaría a las policías estatales y municipales a responsabilizarse de esa tarea, como ocurre en todos los países del orbe donde sí funciona el sistema de seguridad; y para permitir que ese medio millón de personas puedan recibir las denuncias de los delitos, de parte de las personas afectadas y por cualquier medio, lo que multiplicaría la capacidad de atención de las autoridades, de manera inmediata.

Complementar esas dos reformas con planes y programas de formación continua y capacitación permanente de policías, dignificar su función y su imagen, garantizarles seguridad social y salarios dignos, así como condiciones de dignidad para sus familias; es decir, hacer que el trabajo de policía sea un trabajo decente. Paralelamente, hacer que el agente del MP deje de ser el extorsionador de barandilla, para que se convierta en el representante jurídico de la sociedad ante los jueces, por medio de la capacitación ad nauseam en el modelo de justicia adversarial y el debido proceso.

Todo eso será menos costoso y traerá resultados diferentes y mejores, en un tiempo sorprendentemente corto, si asumimos lo que la realidad nos grita: salud y seguridad son prioridades.

@HuicocheaAlanis