/ lunes 13 de agosto de 2018

Contexto


Una tumba, dos sepulcros

Siempre es bueno recorrer los caminos ya andados… aunque sea solo para recordar o para volver a vivir. Tal vez ese viaje sea el camino de otro pero que queremos hacer nuestro porque queremos amar y sentir. Es como tener el valor también de intentar algo nuevo para uno mismo.

Uno puede recorrer la vida de otros a través de la palabra, del dibujo, de la fotografía. Son esos instantes que quedan siempre en la memoria.

Con esa idea fui a Auber sur Oise, una pequeña comunidad francesa de no más de siete mil habitantes en donde Van Gogh pasó sus últimos meses de vida. Dicen que por ahí se disparó y la herida le cobró la vida. Nadie a la fecha sabe la verdadera historia… pero fue la síntesis de una vida intensa y de un destino marcado por el destino.

Llegamos un día de verano. El sol quemaba. Imaginamos al ver el campo enorme los pastizales que pintó con tanta intensidad, ahí estaba incolume la iglesia romana que describió con pinceladas y estuve en el cuarto en donde por dos días agonizó al lado de su hermano Theodore.

Sentir el intenso silencio de una verano caliente era inevitable. “Una cerveza no vendría mal”, me dice uno de mis hijos. “Sí, para refrescar un poco”.

Un poco de agua, un bocadillo sencillo y a seguir los pasos de Vincent.

Nos imaginamos ver caminando a Van Gogh con sus lienzos, sus pinturas, su silla, su caballete, su sombrero en mano en el calor intenso y brillante que captó en sus pinturas. Entendimos que Van Gogh sentía y pintaba. No pensaba y pintaba. Por eso veíamos la luz que en sus cuadros, las noches que él sentía, la angustia que lo dominaba, los paisajes, las mujeres los hombres que lo veían y que retrataba en sus pupilas.

Tal vez ese sentir y pintar hizo que, en un lapso de pocos meses, terminara cerca de ochenta cuadros. Había llegado a Auber atraído por la luz, por el paisaje bucólico, por la vida de los campesinos, por los pastizales… Una y otra vez pedía ayuda a su hermano para que le mandara dinero… Pintaba sin parar un cuadro tras otro… Su recámara, su doctor, los campesinos, las noches en las que veía más color que nadie, no paraba. Prefirió alquilar una recámara más pequeña para hacer ahorros y poder pintar.

Comía frugal. Trabajaba mucho. Era, como él decía, un viajero permanente, infinito, que buscaba y buscaba tal vez sabiendo que había un destino.

Seguimos caminando cuesta arriba, primero la alcaldía, la iglesia, el bar pequeño del Auberge Ravoux en donde antes habían estado Cezanne y Pissaro, otros pintores como él que buscaban la luz y el paisaje.

Pasamos por esas tierras de cultivo que vieron sus ojos hasta llegar al cementerio. Un lugar de silencio como cualquier otro. Se respira tanta soledad como calma. Una señora nos indica el lugar de la tumba de los dos hermanos. Uno al lado del otro. Sólo dos piedras para indicar “Ici repose VINCENT van VOGH (1853-1890)” y otra “Ici repose THEODORE Van GOGH” (1857-1891), están rodeados de una espesa enredadera en la que sobresalen tres girasoles como los que pintaba.

Un reposo de dos hermanos que se amaban profundamente.

Vincent partió antes. Mucho antes de que se hiciera la leyenda.

Un año después murió Theodore. Los dos, como en la vida, reposan juntos. Uno junto al otro. Rodeados de esos girasoles que danzan con el sol como tal vez ellos quisieron hacerlo en vida.


Una tumba, dos sepulcros

Siempre es bueno recorrer los caminos ya andados… aunque sea solo para recordar o para volver a vivir. Tal vez ese viaje sea el camino de otro pero que queremos hacer nuestro porque queremos amar y sentir. Es como tener el valor también de intentar algo nuevo para uno mismo.

Uno puede recorrer la vida de otros a través de la palabra, del dibujo, de la fotografía. Son esos instantes que quedan siempre en la memoria.

Con esa idea fui a Auber sur Oise, una pequeña comunidad francesa de no más de siete mil habitantes en donde Van Gogh pasó sus últimos meses de vida. Dicen que por ahí se disparó y la herida le cobró la vida. Nadie a la fecha sabe la verdadera historia… pero fue la síntesis de una vida intensa y de un destino marcado por el destino.

Llegamos un día de verano. El sol quemaba. Imaginamos al ver el campo enorme los pastizales que pintó con tanta intensidad, ahí estaba incolume la iglesia romana que describió con pinceladas y estuve en el cuarto en donde por dos días agonizó al lado de su hermano Theodore.

Sentir el intenso silencio de una verano caliente era inevitable. “Una cerveza no vendría mal”, me dice uno de mis hijos. “Sí, para refrescar un poco”.

Un poco de agua, un bocadillo sencillo y a seguir los pasos de Vincent.

Nos imaginamos ver caminando a Van Gogh con sus lienzos, sus pinturas, su silla, su caballete, su sombrero en mano en el calor intenso y brillante que captó en sus pinturas. Entendimos que Van Gogh sentía y pintaba. No pensaba y pintaba. Por eso veíamos la luz que en sus cuadros, las noches que él sentía, la angustia que lo dominaba, los paisajes, las mujeres los hombres que lo veían y que retrataba en sus pupilas.

Tal vez ese sentir y pintar hizo que, en un lapso de pocos meses, terminara cerca de ochenta cuadros. Había llegado a Auber atraído por la luz, por el paisaje bucólico, por la vida de los campesinos, por los pastizales… Una y otra vez pedía ayuda a su hermano para que le mandara dinero… Pintaba sin parar un cuadro tras otro… Su recámara, su doctor, los campesinos, las noches en las que veía más color que nadie, no paraba. Prefirió alquilar una recámara más pequeña para hacer ahorros y poder pintar.

Comía frugal. Trabajaba mucho. Era, como él decía, un viajero permanente, infinito, que buscaba y buscaba tal vez sabiendo que había un destino.

Seguimos caminando cuesta arriba, primero la alcaldía, la iglesia, el bar pequeño del Auberge Ravoux en donde antes habían estado Cezanne y Pissaro, otros pintores como él que buscaban la luz y el paisaje.

Pasamos por esas tierras de cultivo que vieron sus ojos hasta llegar al cementerio. Un lugar de silencio como cualquier otro. Se respira tanta soledad como calma. Una señora nos indica el lugar de la tumba de los dos hermanos. Uno al lado del otro. Sólo dos piedras para indicar “Ici repose VINCENT van VOGH (1853-1890)” y otra “Ici repose THEODORE Van GOGH” (1857-1891), están rodeados de una espesa enredadera en la que sobresalen tres girasoles como los que pintaba.

Un reposo de dos hermanos que se amaban profundamente.

Vincent partió antes. Mucho antes de que se hiciera la leyenda.

Un año después murió Theodore. Los dos, como en la vida, reposan juntos. Uno junto al otro. Rodeados de esos girasoles que danzan con el sol como tal vez ellos quisieron hacerlo en vida.