/ lunes 8 de octubre de 2018

Contexto


José Merino Mañón

Caminaba por las calles de Rouen cuando empezaron a tocar las campanas de la Catedral.

“Suenan tristes”, pensé.

Una especie de nostalgia me invadió.

No sabía porque.

Sentía un vacío que me hizo recordar la ausencia de mi padre. “Me haces tanta falta”, le dije en silencio.

Las campanas seguían con ese sonido seco, casi ausente. Era como si todo a mí alrededor se hubiera callado y solo estuviéramos yo, la catedral y el repicar de las campanas.

Seguí caminando por la calle del Gros Horloge hasta encontrarme con la fachada de esa catedral que tanto había pintado Monet.

Por alguna razón la veía sombría. La luz del sol se empezaba desplazar de abajo hacia arriba como si algo ascendiera dejando tras de sí la oscuridad, la penumbra.

Solo la luz ascendía, salía de esas grandes torres góticas y se iba al cielo. Sí, al cielo.

Abajo quedaban las sombras.

Nuevamente me llego la nostalgia como algo más cercano a la tristeza.

No entendía que pasaba.

Me quede así parado viendo a esa catedral inmensa y me sentí solo.

De pronto, un sonido en mi teléfono.

Lo saco de mi bolsa.

Era un mensaje de Blanquita Merino. Lo abro, lo leo: “Alex querido, ayer en la noche y el mismo día que un día lo hizo su padre, papá emprendió vuelo hacia un nuevo lugar”.

Leía, sin querer entender, mientras veía la luz reflejada en la catedral que seguía volando hacia el infinito.

Don Pepe, mi querido Don Pepe nos había dejado.

Sentí ese vacío que solo puede dejar el padre que nos cuidó para que voláramos solos y cada vez más alto.

Hay hombres que en silencio, en sus no palabras, nos impulsan a ser, a amar, a imaginar mundos que tal vez no existan pero que nos permiten soñar y, con ello, a vivir.

A soñar, me enseño Don Pepe.

A ir más allá de lo que yo creía mis posibilidades, me enseño Don Pepe.

A cuidar mi dignidad frente a quien creía a tener poder, me enseño Don Pepe.

A ser buen ejemplo para mis hijos, me enseño Don Pepe.

A discutir, a defender mi verdad, me enseño Don Pepe.

A sacar algo bueno de todo, me enseño Don Pepe.

A sonreír, sobre todo a sonreír, ante los problemas, me enseño Don Pepe.

A servir, me enseño Don Pepe.

Pero sobre todo a amar a todo lo que sea posible amar.

Aprendí que siempre lo más sencillo era lo más valioso: un gesto, un abrazo, una sonrisa, “un anda cuéntame, Alex” y tener siempre horas y horas de conversación que conservo en mi memoria de cada día.

Aprendí que uno puede ser feliz en la lectura de un libro, en un juego de ajedrez o de domino, en completar un sudoku o en jugar bingo, en hablar de un cuadro, de una sinfonía o de la música popular o más simple sentarnos en la Castellana para solo tomar un tinto o un cortado.

Don Pepe un hombre de todos los espacios y de todos los tiempos: un hombre renacentista como ya no los hay. De esos que en la sencillez estaba su grandeza.

Un hombre que fue más allá de su tiempo, de nuestro tiempo: Jose Merino Mañon, un toluqueño de personalidad universal.

Sigo aquí. Estoy solo o me siento solo. No lo sé.

La luz sigue volando en la Catedral de Rouen, y quiero imaginarme a Blanquita, a Pepe, a Gustavo, a Mary que juntos vemos su vuelo ante la mirada tranquila, amorosa, de la señora Melco, su compañera de siempre.

Don Pepe es ahora ya presente y para siempre.


José Merino Mañón

Caminaba por las calles de Rouen cuando empezaron a tocar las campanas de la Catedral.

“Suenan tristes”, pensé.

Una especie de nostalgia me invadió.

No sabía porque.

Sentía un vacío que me hizo recordar la ausencia de mi padre. “Me haces tanta falta”, le dije en silencio.

Las campanas seguían con ese sonido seco, casi ausente. Era como si todo a mí alrededor se hubiera callado y solo estuviéramos yo, la catedral y el repicar de las campanas.

Seguí caminando por la calle del Gros Horloge hasta encontrarme con la fachada de esa catedral que tanto había pintado Monet.

Por alguna razón la veía sombría. La luz del sol se empezaba desplazar de abajo hacia arriba como si algo ascendiera dejando tras de sí la oscuridad, la penumbra.

Solo la luz ascendía, salía de esas grandes torres góticas y se iba al cielo. Sí, al cielo.

Abajo quedaban las sombras.

Nuevamente me llego la nostalgia como algo más cercano a la tristeza.

No entendía que pasaba.

Me quede así parado viendo a esa catedral inmensa y me sentí solo.

De pronto, un sonido en mi teléfono.

Lo saco de mi bolsa.

Era un mensaje de Blanquita Merino. Lo abro, lo leo: “Alex querido, ayer en la noche y el mismo día que un día lo hizo su padre, papá emprendió vuelo hacia un nuevo lugar”.

Leía, sin querer entender, mientras veía la luz reflejada en la catedral que seguía volando hacia el infinito.

Don Pepe, mi querido Don Pepe nos había dejado.

Sentí ese vacío que solo puede dejar el padre que nos cuidó para que voláramos solos y cada vez más alto.

Hay hombres que en silencio, en sus no palabras, nos impulsan a ser, a amar, a imaginar mundos que tal vez no existan pero que nos permiten soñar y, con ello, a vivir.

A soñar, me enseño Don Pepe.

A ir más allá de lo que yo creía mis posibilidades, me enseño Don Pepe.

A cuidar mi dignidad frente a quien creía a tener poder, me enseño Don Pepe.

A ser buen ejemplo para mis hijos, me enseño Don Pepe.

A discutir, a defender mi verdad, me enseño Don Pepe.

A sacar algo bueno de todo, me enseño Don Pepe.

A sonreír, sobre todo a sonreír, ante los problemas, me enseño Don Pepe.

A servir, me enseño Don Pepe.

Pero sobre todo a amar a todo lo que sea posible amar.

Aprendí que siempre lo más sencillo era lo más valioso: un gesto, un abrazo, una sonrisa, “un anda cuéntame, Alex” y tener siempre horas y horas de conversación que conservo en mi memoria de cada día.

Aprendí que uno puede ser feliz en la lectura de un libro, en un juego de ajedrez o de domino, en completar un sudoku o en jugar bingo, en hablar de un cuadro, de una sinfonía o de la música popular o más simple sentarnos en la Castellana para solo tomar un tinto o un cortado.

Don Pepe un hombre de todos los espacios y de todos los tiempos: un hombre renacentista como ya no los hay. De esos que en la sencillez estaba su grandeza.

Un hombre que fue más allá de su tiempo, de nuestro tiempo: Jose Merino Mañon, un toluqueño de personalidad universal.

Sigo aquí. Estoy solo o me siento solo. No lo sé.

La luz sigue volando en la Catedral de Rouen, y quiero imaginarme a Blanquita, a Pepe, a Gustavo, a Mary que juntos vemos su vuelo ante la mirada tranquila, amorosa, de la señora Melco, su compañera de siempre.

Don Pepe es ahora ya presente y para siempre.