/ jueves 18 de octubre de 2018

Hablemos de Paz y No Violencia


Olimpiadas de 1968 (y II): Prodigios, protestas y legado

A estas alturas de octubre de hace 50 años, el atleta norteamericano Bob Beamon ya había impuesto el récord de salto de longitud que hasta la fecha no se ha vuelto a romper en Olimpiadas. Tal vez es el prodigio más recordado del 68, unos juegos de los que se desconfiaba, pues por primera vez se realizaban a una altura que no era la del mar (CDMX está a 2,230 msnm) y encima eran organizados por un país del Tercer Mundo.

Pero en dos semanas, los récords se rompieron y las innovaciones estuvieron a la orden del día. Dick Fosbury hizo el salto de altura de espaldas a la varilla, algo que nadie había hecho antes. El Comité Olímpico Mexicano contrató un equipo de diseño que creó la imagen con el arte cinético que todos conocemos (el mismo equipo crearía también la imagen del Metro de la CDMX); en las siguientes Olimpiadas ningún país organizador pudo prescindir ya de la imagen. Hubo transmisiones de televisión casi en tiempo real a todo el mundo y los avances tecnológicos se hicieron presentes (exámenes antidopping, fotografías instantáneas en la línea de llegada y cronometraje electrónico). Participó el mayor número de mujeres deportistas hasta ese momento: 781 (14% de los contingentes). Y en general fueron juegos para la gente en los que participaron muchos voluntarios y la Olimpiada Cultural marcó un hito. Prácticamente fueron las últimas fiestas populares no contaminadas por el consumismo y el lucro empresarial.

Los problemas del contexto mundial también estuvieron presentes. Hoy no se entendería que los jugadores negros de futbol americano en Estados Unidos se arrodillen al escuchar el himno nacional antes de cada juego para protestar por el racismo Trumpiano, sin el puño en alto con el que los atletas gringos John Carlos y Tommie Smith representaron el Black Power (Poder Negro) al recibir su medalla en el podio (luego de eso serían repudiados). Hoy el conflicto bipolar entre la URSS y Estados Unidos ya no existe, pero es muy recordada también la hazaña de la gimnasta checoslovaca Vera Caslavska al enfrentarse con las gimnastas de la potencia soviética (ese mismo año, la URSS había invadido su país para detener la Primavera de Praga): la llamada “Reina de los Juegos” no mostraba respeto cuando se entonaba el himno soviético.

Al inaugurarse los Juegos sólo habían pasado diez días de la masacre del 2 de octubre; ese 12 de octubre alguien hizo volar un papalote negro sobre el palco presidencial en el momento en que cientos de palomas blancas alzaban el vuelo. Pero el abucheo y las mentadas de madre a Díaz Ordaz sólo llegarían dos años después, en la inauguración del mundial de futbol México 70. Los mexicanos no guardamos buen recuerdo de este presidente.


Olimpiadas de 1968 (y II): Prodigios, protestas y legado

A estas alturas de octubre de hace 50 años, el atleta norteamericano Bob Beamon ya había impuesto el récord de salto de longitud que hasta la fecha no se ha vuelto a romper en Olimpiadas. Tal vez es el prodigio más recordado del 68, unos juegos de los que se desconfiaba, pues por primera vez se realizaban a una altura que no era la del mar (CDMX está a 2,230 msnm) y encima eran organizados por un país del Tercer Mundo.

Pero en dos semanas, los récords se rompieron y las innovaciones estuvieron a la orden del día. Dick Fosbury hizo el salto de altura de espaldas a la varilla, algo que nadie había hecho antes. El Comité Olímpico Mexicano contrató un equipo de diseño que creó la imagen con el arte cinético que todos conocemos (el mismo equipo crearía también la imagen del Metro de la CDMX); en las siguientes Olimpiadas ningún país organizador pudo prescindir ya de la imagen. Hubo transmisiones de televisión casi en tiempo real a todo el mundo y los avances tecnológicos se hicieron presentes (exámenes antidopping, fotografías instantáneas en la línea de llegada y cronometraje electrónico). Participó el mayor número de mujeres deportistas hasta ese momento: 781 (14% de los contingentes). Y en general fueron juegos para la gente en los que participaron muchos voluntarios y la Olimpiada Cultural marcó un hito. Prácticamente fueron las últimas fiestas populares no contaminadas por el consumismo y el lucro empresarial.

Los problemas del contexto mundial también estuvieron presentes. Hoy no se entendería que los jugadores negros de futbol americano en Estados Unidos se arrodillen al escuchar el himno nacional antes de cada juego para protestar por el racismo Trumpiano, sin el puño en alto con el que los atletas gringos John Carlos y Tommie Smith representaron el Black Power (Poder Negro) al recibir su medalla en el podio (luego de eso serían repudiados). Hoy el conflicto bipolar entre la URSS y Estados Unidos ya no existe, pero es muy recordada también la hazaña de la gimnasta checoslovaca Vera Caslavska al enfrentarse con las gimnastas de la potencia soviética (ese mismo año, la URSS había invadido su país para detener la Primavera de Praga): la llamada “Reina de los Juegos” no mostraba respeto cuando se entonaba el himno soviético.

Al inaugurarse los Juegos sólo habían pasado diez días de la masacre del 2 de octubre; ese 12 de octubre alguien hizo volar un papalote negro sobre el palco presidencial en el momento en que cientos de palomas blancas alzaban el vuelo. Pero el abucheo y las mentadas de madre a Díaz Ordaz sólo llegarían dos años después, en la inauguración del mundial de futbol México 70. Los mexicanos no guardamos buen recuerdo de este presidente.

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