/ lunes 1 de marzo de 2021

Contexto | El sembrador de rosas y el de espinas 

A Chucho y Clau, sembradores de rosas

Había una vez, en una ciudad no muy lejana, dos hombres cuyos jardines colindaban. En esos tiempos una terrible pandemia se presentó en la ciudad y obligo a sus habitantes a permanecer, por meses, encerrados en sus hogares. El miedo y el temor a la muerte dominaban, los niños dejaron de ir a los colegios, los comercios cerraron, las calles estaban prácticamente vacías, se cerraron los jardines y los parques, los ruidos de la ciudad se apagaron y fueron sustituidos por el trinar de los pájaros, que volvían después de mucho tiempo; el ladrido de los perros era nítido y ahora las voces y risas alegres de los niños solo se escuchaban entre las paredes de las casas.

Todo hacia parecer a la ciudad triste con un aire sombrío y desolador. Todo, menos esos dos jardines que colindaban y que, con su frescura, parecían ser un remanso de paz y de armonía. La belleza de los jardines atraía a las miradas de los vecinos, les gustaba ver florecer al árbol que cada año parecía renacer y ofrecer sus frutos que los niños felices iban a cosechar, les gustaba admirar a los rosales que se les ofrecían como símbolo de vida, les fascinaba ver ese verdor del pasto fresco y aromático que inundaba a varias calles a la redonda.

Eran dos jardines, tal vez, no los mejores del mundo pero si la expresión de una naturaleza que parecía emerger de los tiempos.

Los dos hombres salían todas las mañanas a contemplarlos.

El dueño del jardín más pequeño lo observaba complacido de poder compartirlo con quienes a su alrededor vivían, les invitaba dulces y refrescos y agua a quienes se acercaban, los invitaba a tomar el sol y a que pudieran disfrutar del pasto que a los pequeños les hacían cosquillas y llenaban con sus risitas ese ambiente de silencio de la ciudad. Ahí los niños podían jugar sin preocuparse.

El dueño del jardín más grande era todo lo contrario, veía con desprecio que la gente se acercara a contemplar la belleza del jardín, le molestaba que disfrutaran del olor que desprendían las flores, le ponía de malas que se acercaran los niños a contemplar las rosas y los ahuyentaba…”fuera fuera…esa es propiedad privada”, “niño deja esas rosas no son tuyas”, “señor no se detenga esa jardín es mío”. Cada día se ponía peor, se levantaba en la madrugada para ver su jardín y ver que nadie lo miraba o se atreviera a mirarlo. Una mañana contrató personas para que impidieran el paso a los demás. No le fue suficiente y poco a poco se fue haciendo más egoísta. Un buen día, mientras en el jardín pequeño los niños jugaban, el dueño del jardín grande, a quien ahora llamaremos el enano egoísta, llego acompañado de un ejército de hombres para cercar el jardín y que nadie lo viera ni lo disfrutara. Cortó y echó a la calle aquel árbol cuya belleza era inigualable, saco de tajo los rosales y empezó a cerrar y a cerrar todos los espacios para que nadie pudiera verlo. La mirada del pequeño egoísta era cada vez de mayor amargura. Viendo su obra no se contentó con ella, a pesar de la altura del alambrado mando poner púas para que ni los pájaros pudieran pasar. El enano egoísta contemplaba su obra y trataba de sonreír pero solo salía una mueca macabra.

Mientras, el dueño del jardín pequeño y su esposa recogían los rosales y los sembraban de inmediato, por el árbol muerto ya nada pudieron hacer. El rosal pronto floreció.

El jardín pequeño siguió ofreciendo a todos su belleza, el jardín grande empezó a secarse desde sus entrañas ante la mirada satisfecha del pequeño egoísta.

La pandemia siguió y el jardín pequeño floreció y siguió dando alegría. Sus dueños, satisfechos, sentían que rejuvenecían cada día. El enano egoísta y su enorme jardín se fueron marchitando y secándose con el tiempo, sus arrugas eran las mismas de la tierra que se secaba.

Uno sembró rosas, el otro espinas.


Correo: contextotoluca@gmail.com

A Chucho y Clau, sembradores de rosas

Había una vez, en una ciudad no muy lejana, dos hombres cuyos jardines colindaban. En esos tiempos una terrible pandemia se presentó en la ciudad y obligo a sus habitantes a permanecer, por meses, encerrados en sus hogares. El miedo y el temor a la muerte dominaban, los niños dejaron de ir a los colegios, los comercios cerraron, las calles estaban prácticamente vacías, se cerraron los jardines y los parques, los ruidos de la ciudad se apagaron y fueron sustituidos por el trinar de los pájaros, que volvían después de mucho tiempo; el ladrido de los perros era nítido y ahora las voces y risas alegres de los niños solo se escuchaban entre las paredes de las casas.

Todo hacia parecer a la ciudad triste con un aire sombrío y desolador. Todo, menos esos dos jardines que colindaban y que, con su frescura, parecían ser un remanso de paz y de armonía. La belleza de los jardines atraía a las miradas de los vecinos, les gustaba ver florecer al árbol que cada año parecía renacer y ofrecer sus frutos que los niños felices iban a cosechar, les gustaba admirar a los rosales que se les ofrecían como símbolo de vida, les fascinaba ver ese verdor del pasto fresco y aromático que inundaba a varias calles a la redonda.

Eran dos jardines, tal vez, no los mejores del mundo pero si la expresión de una naturaleza que parecía emerger de los tiempos.

Los dos hombres salían todas las mañanas a contemplarlos.

El dueño del jardín más pequeño lo observaba complacido de poder compartirlo con quienes a su alrededor vivían, les invitaba dulces y refrescos y agua a quienes se acercaban, los invitaba a tomar el sol y a que pudieran disfrutar del pasto que a los pequeños les hacían cosquillas y llenaban con sus risitas ese ambiente de silencio de la ciudad. Ahí los niños podían jugar sin preocuparse.

El dueño del jardín más grande era todo lo contrario, veía con desprecio que la gente se acercara a contemplar la belleza del jardín, le molestaba que disfrutaran del olor que desprendían las flores, le ponía de malas que se acercaran los niños a contemplar las rosas y los ahuyentaba…”fuera fuera…esa es propiedad privada”, “niño deja esas rosas no son tuyas”, “señor no se detenga esa jardín es mío”. Cada día se ponía peor, se levantaba en la madrugada para ver su jardín y ver que nadie lo miraba o se atreviera a mirarlo. Una mañana contrató personas para que impidieran el paso a los demás. No le fue suficiente y poco a poco se fue haciendo más egoísta. Un buen día, mientras en el jardín pequeño los niños jugaban, el dueño del jardín grande, a quien ahora llamaremos el enano egoísta, llego acompañado de un ejército de hombres para cercar el jardín y que nadie lo viera ni lo disfrutara. Cortó y echó a la calle aquel árbol cuya belleza era inigualable, saco de tajo los rosales y empezó a cerrar y a cerrar todos los espacios para que nadie pudiera verlo. La mirada del pequeño egoísta era cada vez de mayor amargura. Viendo su obra no se contentó con ella, a pesar de la altura del alambrado mando poner púas para que ni los pájaros pudieran pasar. El enano egoísta contemplaba su obra y trataba de sonreír pero solo salía una mueca macabra.

Mientras, el dueño del jardín pequeño y su esposa recogían los rosales y los sembraban de inmediato, por el árbol muerto ya nada pudieron hacer. El rosal pronto floreció.

El jardín pequeño siguió ofreciendo a todos su belleza, el jardín grande empezó a secarse desde sus entrañas ante la mirada satisfecha del pequeño egoísta.

La pandemia siguió y el jardín pequeño floreció y siguió dando alegría. Sus dueños, satisfechos, sentían que rejuvenecían cada día. El enano egoísta y su enorme jardín se fueron marchitando y secándose con el tiempo, sus arrugas eran las mismas de la tierra que se secaba.

Uno sembró rosas, el otro espinas.


Correo: contextotoluca@gmail.com